Spanish + Canadian = Spanadian

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Los inviernos canadienses son mundialmente conocidos por la nieve que cubre el suelo durante casi medio año

sábado, 12 de diciembre de 2015

The Wave

En cada experiencia, en cada día rutinario, en cada sorpresa inesperada, en cada triunfo, fracaso, ridículo o superioridad, aprendo un poco de mí, de los demás y del mundo entero. Poco a poco me voy dando cuenta de que todo lo que creía saber no es necesariamente verdad, o al menos no lo es siempre, que lo que dicen los libros solo ocurre en determinadas circunstancias. Sé que todo esto suena demasiado teórico, irreal, una filosofía que queda bien sobre el papel pero nunca se cumple. No puedo pedir que me entendáis porque a veces ni siquiera yo me entiendo. Pero algo en el fondo de un lugar recóndito en mi mente que nunca había explorado me dice que es verdad.

Estos cinco días de tour por las universidades de Nova Scotia han sido emocionantes, aburridos, interesantes, monótonos, hiperactivos y cansinos al mismo tiempo. He tenido tiempo para aburrirme, pero no para decir que me aburro. He visto lo que esta provincia me puede ofrecer, y me ha gustado... pero no me convence. Me convencen las instalaciones, los programas, las oportunidades y las salidas al mercado laboral. Creo hasta haber encontrado lo que realmente quiero estudiar... pero si pudiera pagar la universidad aquí, no sabría si quedarme en Canadá. Estudiar como internacional durante un año no es venir de vacaciones, pero en cierto modo se parece. Sigues siendo de tu país (española, en mi caso), y Canadá no es más que una etapa de tu vida. Pero si cruzas la frontera de la edad adulta y te quedas aquí en la universidad... Tengo la sensación de que eso te convertiría en canadiense. Después de la universidad las estadísticas dan por hecho que encontrarás un trabajo aquí y ya no volverás a tu país más que de vacaciones. No sé en el resto de Canadá, pero en Nova Scotia los estudiantes internacionales tienen muy fácil conseguir un visado para quedarse durante la universidad, y tras graduarse con la Canadian citizenship (¿se traduce como ciudadanía canadiense?) les ayudan desde la universidad. Eso se llama emigrar, y no me gusta.

Últimamente me encuentro en una situación de extraña estabilidad, un casi imposible equilibrio en que no tengo motivos para llorar de tristeza pero tampoco para llorar de alegría. De vez en cuando echo de menos a mi familia, a mis amigos, pero muchas otras veces me sorprendo preguntándome por qué habrá sido de gente a la que apenas conocía. Qué habrá sido de aquel chico o chica de piragüismo o de atletismo que acabó el instituto y se fue a la universidad fuera de Lugo, o se cambió de equipo, o sigue con su vida igual que hasta ahora. O mis antiguos compañeros de clase, cuántos quedan en Pepas, cuántos se han cambiado de instituto, qué tal les va a todos ellos y si alguno, alguna vez, se ha preguntado qué tal me va a mí. Probablemente suene egoísta, pero quiero creer que alguien, algún día, habrá dedicado diez segundos de su ajetreada vida a preguntarse por mí.

También me acordé de Casasola, ese minúsculo pueblo abulense que, por mucho que me cueste aceptarlo, se acerca al eclipse, al abandono, al fin. Cada vez queda menos gente, y aunque sé que mientras mis abuelos vivan pasaré allí parte del verano y Navidad (excepto este año, claro), ¿qué pasará después? Cuando doble la edad que tengo ahora, quizá ya tenga familia, quizá ya tenga trabajo, pero quizá ya no tenga pueblo. Los momentos, amistades y recuerdos que viví bajo el abrasador sol de agosto, la gélida nieve navideña, la bóveda celeste con el perfecto panorama estrellado y la luna con su pálida luz plateada que se ve tan única lejos de la contaminación... todo quedará atrás, olvidado en otro pueblo fantasma. 

Desde el día que llegué, he aprendido que juzgar a alguien por su nacionalidad es casi tan ridículo como inútil. Que si los chinos se marginan, que si los alemanes no tienen sentido del humor, que si los brasileños solo piensan en fiesta... Por muy alto que sea el porcentaje de personas en ese país que se comportan de acuerdo con estereotipos, los estudiantes internacionales son casi siempre los más raros, y por eso le he dado una oportunidad a todo el mundo, aunque más de uno pensó que yo tenía un toro de mascota, no me pasaba el día bailando sevillanas por modestia y vivía al lado de una playa donde nunca se escondía el sol.

El primer día que fui al centro comercial, encontré una moneda de diez centavos. Qué bien, pensé, una moneda de la suerte. Días más tarde, volví a encontrar una moneda idéntica casi en el mismo sitio. Desde entonces, me he encontrado dinero en el colegio y en la calle, hasta una moneda de un euro a la puerta del instituto. Creo que puedo contar con las manos los europeos de mi instituto que han podido perder ese euro. Mi arsenal de monedas de la suerte consiste en dos monedas de diez centavos, un euro, tres monedas de cinco centavos y una moneda de un cuarto de dólar americano.  En total, siete monedas de la suerte.

Justo después de Acción de Gracias, todo se llenó de decoraciones para Halloween. Tras Halloween, Navidad. Pero no fue hasta diciembre cuando todo se llenó de verdad, cuando todas las casas empezaron a vestir de colores, cuando la gente te empezó a desear feliz navidad, cuando en todas partes la música que suena es navideña. El otro día, en el centro comercial, pusieron la canción de "Feliz Navidad", mitad en español, mitad en inglés. Pensé que era una bonita coincidencia; más tarde descubrí que todo canadiense que se precie se la sabe de memoria. 

El otro día, en Sociología, vimos una película llamada The Wave. The Wave, en español La Ola, resultó ser el libro de lectura obligatoria para inglés, como supe dos días después. Al principio de la película, un profesor de historia intenta explicar a sus alumnos estadounidenses el nazismo y, en particular, las Juventudes Hitlerianas. Pero los alumnos no se creen que, sabiendo los horrores por los que pasaban millones de personas por culpa del nazismo, ningún alemán se levantara contra Hitler. El profesor, en un intento por descubrir la verdad, decide hacer un experimento. Un experimento que llega demasiado lejos. Basado en la historia real de un profesor de historia que crea un movimiento experimental llamado The Wave, en Palo Alto, California, en 1969, de igual modo que en la adaptación literaria y cinematográfica, la moraleja de la historia es tan dura como real, atacando la debilidad de los humanos como individuos libres y la necesidad de pertenecer a un grupo en el que ser aceptados. A toda costa. Tan solo dos personas en la clase de historia descubren que lo que están haciendo no está bien, que han dejado de ser personas para convertirse en una masa, en un número, en soldados. Cuando The Wave sale de la clase de historia y empieza a extenderse por todo el colegio, la lealtad y la unidad del grupo se transforman en odio y rencor hacia los que vayan en su contra, o incluso hacia los que no decidan apoyarlos. Me pregunto qué tendrán esos dos adolescentes que los demás no tenían, o que tenían los demás que ellos dos no tuvieran, para darse cuenta de lo que estaba pasando. No eran los más rebeldes, no eran los más inteligentes, no eran los más sociables, ni los más tímidos, ni nada especial. Eran un par de estudiantes cualquiera.

Vender tu libertad por aceptación social, por sentirte parte de un grupo, de un movimiento, de algo importante. Libertad, ese preciado tesoro del que no todos los humanos gozamos... ¿a qué precio venderías la tuya?

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