Spanish + Canadian = Spanadian

Spanish + Canadian = Spanadian
Los inviernos canadienses son mundialmente conocidos por la nieve que cubre el suelo durante casi medio año

martes, 29 de diciembre de 2015

Vacaciones de Navidad

El despertador suena a las 2:30 de la madrugada, y me resulta sorprendentemente fácil levantarme. Me visto, cojo la maleta y la mochila y subo al coche. De camino a Halifax me quedo dormida, y en los trámites del aeropuerto parezco una momia. Finalmente llegamos al avión sin problema, subo y vuelvo a quedarme dormida. Una luz de un naranja intenso me despierta dos horas más tarde. La luz del amanecer entra por la ventana, iluminándolo todo, y cuando me giro para ver la salida del sol, veo algo más que eso. Bajo nosotros se halla la gran ciudad estadounidense, la gran manzana, Nueva York. 

Esa era la soprpresa, el motivo por el que estaba nerviosa: vacaciones de Navidad en Nueva York. Antes de ayer, después de dormir... ¿llegué a dormir en algún momento? La verdad es que no me acuerdo. Siendo optimista tal vez cuatro o cinco horas. Aún con falta de sueño caminamos 8 kilómetros por Downtown Manhattan. Nuestro hotel está en Broklyn, así que para ir a Manhattan cruzamos el famoso puente de Brooklyn. Nada más doblar la esquina para subirnos al puente, Nueva York apareció ante mí de golpe. En nuestro camino desde el aeropuerto, había visto montones de casas unifamiliares en barrios ordenados, y casas viejas y desvencijadas en barrios pobres. Pero desde el puente de Brooklyn, la imagen que todos tenemos en mente de la Gran Manzana surgió de golpe. Los rascacielos, las masas de gente de todas partes del mundo, la estatua de la libertad a lo lejos... Brooklyn no está nada mal, y también goza de numerosos rascacielos, pero Manhattan te deja boquiabierto.

El día 26 caminamos desde Brooklyn hasta Manhattan y por todos los puntos de interés de Lower Manhattan. Comimos en un café que lleva funcionando más de 200 años donde al parecer Abraham Lincoln comió alguna que otra vez, visitamos el puerto, las cataratas del memorial del 11-S donde un día se alzaron las Torres Gemelas... Después de caminar 8 kilómetros y sacar 300 fotos, decidimos coger el metro de vuelta al hotel.

Ayer, día 27, cogimos el metro hasta la gran Central Station, que me impresionó más que la Victoria Station de Londres, caminamos un pequeño tramo de la Fifth Avenue (o Quinta Avenida), nos perdimos entre las masas de gente en Times Square, paseamos por el Central Park... Después fuimos a tomar algo con mi prima Lucía y su marido, que casualmente vinieron a Nueva York al mismo tiempo que nosotros.

Hoy decidimos que no queríamos caminar demasiado. Menos mal, porque si llegamos a tener ganas, volvíamos andando a Canadá. Ya sé que no debería quejarme porque estoy en Nueva York y todas esas cosas, pero mis pies sufren igual, ajenos a lo bien que me lo pase. Cometí el gran error de ponerme botas en vez de zapatillas deportivas el primer día (el de la Gran Caminata, ese), y ahora voy cargando con ampollas y heridas en mis pobres pies enrojecidos. Cuando volvamos a casa, no salgo de ahí hasta que haya que ir a clase. A no ser que nieve, que entonces el dolor se pasa.

Hablando de climatología, en ese aspecto estamos teniendo mucha suerte por aquí. Se suponía que iba a llover constantemente todos los días, y quitando esta tarde-noche (en inglés diría evening) que granizó bastante, los otros dos días cayeron dos gotas por la mañana. 

El gran fallo que tuvimos hoy fue el metro. Y yo que pensaba que ya lo íbamos entendiendo, pues no. Cogimos la línea equivocada que nos dejó como a cinco manzanas del museo de Nueva York, donde pasamos toda la mañana y parte de la tarde. Salimos de la estación y pensé que nos habíamos teletransportado a Sudamérica, pues el barrio estaba lleno de restaurantes mexicanos, banderas de Chile, carteles en español y gente hablando en dicho idioma. Subimos una infinita cuesta para llegar a nuestro destino. Nunca pensé que en un museo aprendería sobre graffitis como arte moderno, neoyorquinos sin hogar y las medidas que toma el gobierno, los motivos por los que una pequeña aldea se transformó en esta gran metrópolis... El museo está situado en la Fifth Avenue, pero en la parte donde no hay tiendas. Central Park llega hasta ahí, pero cabe recordar que es inmenso. Cogimos el bus en línea recta hasta el otro extremo del parque, sin salir en ningún momento de la misma avenida, hasta llegar al la zona de las tiendas caras, donde nos bajamos y paseamos por la zona, viendo los extravagantes escaparates con la decoración navideña. Donde haya tiendas que no falte Zara, y en efecto ahí estaba, pero no en la zona de las de lujo. Cenamos en Eataly, que se pronuncia igual que Italy y es básicamente un edificio inmenso con montones de restaurantes, bares y supermercados de comida exclusivamente italiana. Al volver a casa, cogimos el metro equivocado, y tuvimos que bajarnos en la siguiente estación. Al coger el correcto, nos pasamos de estación y el metro dio la vuelta, llevándonos de nuevo a Middle Manhattan. Tuvimos que bajar, preguntar, volver al mismo metro una parada más hasta la estación donde había una conexión con la línea que nos llevaría al hotel, aunque en realidad nos dejó como a diez manzanas. De noche y bajo el granizo, preguntamos por la calle de nuestro hotel y nos dijeron que debíamos seguir recto. Preguntamos un poco más adelante y recibimos las mismas instrucciones. Vimos un mapa y comprobamos que haciéndoles caso nos alejábamos del hotel, así que dimos la vuelta.

Si tengo que decir algo que me esperaba pero al mismo tiempo no me esperaba de Nueva York es la multitud de culturas que se juntan en una misma ciudad. Diría que cuatro de cada diez personas son sudamericanos, tres de cada diez afroamericanos y uno de cada diez asiáticos. Los dos de cada diez restantes son los de raíces europeas. Por la calle, escucho más conversaciones en español que en inglés, y es mucho más frecuente de lo que me esperaba entrar en un restaurante donde los empleados se dirigen al los clientes en inglés pero hablan en español entre ellos. 

¿Que si eso es todo? Ni de lejos. La de cosas que podría contar que no he contado todavía... Pero si estoy en Nueva York es para vivirlo, no para escribir. Todavía me quedan dos días completos que no pienso desaprovechar, por mucho que llueva, por mucho que mis pies protesten; sé que es bastante probable que nunca más vuelva a Nueva York, así que, a vivirlo que son dos días, literalmente.

jueves, 24 de diciembre de 2015

¡Feliz Navidad!

Hace no mucho tiempo solía creer que los esfuerzos de un desconocido jamás llegarían a ojos u oídos de nadie. Pensaba que solo los escritores de renombre publicaban buenos libros, que solo los artistas famosos cantaban bien, que cualquier pintor con talento es conocido. Por eso escribía en mi blog con el único propósito de saciar mi ansia por escribir, no por alegrarle el día a ningún lector. Hasta que escuché una canción desconocida de un chico desconocido en YouTube, un vídeo con muy pocas visitas que no aumentaron con el tiempo, una canción que simplemente me encantó. Y hay días en que quiero huir de toda la música que está de moda, y escuchar esa canción, de alguna manera, me llena por dentro. Fue así como me pregunté si a alguien le pasaría lo mismo con mi blog. Si algún día se hartaría de tanto libro famoso, de tanta historia ficticia, de todos los finales felices que no existen en la vida real... y optaría por leer mi blog, esa imperfección tan real que sigue mi vida, los puntos y comas en lugares equivocados, las frases que parecen no acabar nunca, los puntos suspensivos solo para crear algo de tensión... ¿O es acaso melancolía lo que creo? ¿Nostalgia, tal vez? Y así se suceden las palabras, construyendo frases que forman una entrada. Una tras otra, como los capítulos de un libro, pero sin fin. En la vida no hay finales felices; el único final es la muerte, que no es ni feliz ni afecta a todos al mismo tiempo. Mi experiencia tiene fecha de caducidad: 30 de junio del 2016. Pero eso no significa que vaya a dejar de escribir cuando vuelva a España. 

Anoche soñé que volvía a Lugo y empezaba segundo de bachillerato, pero no me parecía estar en segundo de bachillerato. Insistía en que seguía en cuarto de la ESO. A fin de cuentas, dejé el colegio en el que he estado desde los 3 años en cuarto de la ESO, y aquí estoy en Grade 11, que aunque equivalga, no es primero se bachillerato. Me daba cuenta de repente de que solo me quedaba un año de instituto y ni siquiera sabía qué quería estudiar. Quiero ir a la universidad pero no quiero ir a la universidad. No todavía. No estoy preparada.

Ayer fuimos a ver un coro en Mahone Bay, un pueblo no muy lejos de aquí. La iglesia (de madera, al igual que todos los edificios de por aquí) estaba pintada de blanco y negro por fuera, pero por dentro tonos rojos y marrones se mezclaban dando un aspecto de calidez. Nada que ver con la imagen de iglesia de piedra totalmente gris que tengo yo. Al parecer, es una de las más antiguas de la zona, aunque en España sería de las nuevas. Aparte de los elementos modernos, como una señal fluorescente en la salida diciendo "Exit" como en los cines, baños públicos en la planta baja, y una biblia en cada asiento, había algo que no cuadraba, algo que no debería estar ahí. No fue hasta que el coro empezó a cantar cuando me di cuenta de lo que era: el árbol de Navidad. Un inmenso pino adornado justo al lado del altar. Nunca había visto tal cosa en una iglesia católica, pero aquella era anglicana, así que supongo que cosas de ese tipo varían. Volviendo a casa, a pocos kilómetros de llegar, estábamos cantando Feliz Navidad cuando Michael frenó el coche de repente. Mientras repetía, con esa característica educación canadiense, "Sorry guys" infinitas veces, acerté a ver tres ciervos en medio de la carretera, justo delante de nosotros. El más grande iba primero, y nos miraba, ignorando el peligro de cruzar una carretera tan transitada como aquella. Los otros dos eran solo cervatillos, y se escondían tímodamente tras el mayor. En cuanto nuestro coche se detuvo, los tres prosiguieron su camino, y saltaron ágilmente el quitamiedos para sumergerse de nuevo en el otro lado del bosque.

Llevo varios días escribiendo esta entrada, y pretendía publicarla bastante antes de Navidad. Pero ya es Nochebuena, y mañana Navidad, así que debería desearos ya a todos felices fiestas. Esta vez no hay reflexión (o filosofada, como me gusta llamarla a mí) al final de la entrada. No hay ninguna de esas demostraciones de cuánto me gusta escribir, porque más que nada no hacen falta, si no habéis cogido la idea a estas alturas, ya no hay nada que pueda hacer. En estos últimos días del año, la emoción por la Navidad y los nervios positivos por el viaje que se acerca y los negativos por los exámenes finales de enero me persiguen. Pero hoy es Nochebuena, mañana Navidad, y pasado mañana... creo que mejor os dejo con la duda. ¡Feliz Navidad!

miércoles, 16 de diciembre de 2015

El domingo y sus consecuencias

La peor sensación en la que nos vemos una vez a la semana es la del domingo por la noche. La amenaza del lunes, tan cercano y abrumador, nos asusta, y nos hace preguntarnos cómo fuimos capaces de ser tan felices el viernes, conscientes de estar a tan solo dos días de distancia de esta tortura. Pero el lunes llega, sobrevives, te vas a la cama y te das cuenta de que no fue para tanto. De que, al fin y al cabo, lo has hecho, como cada lunes, una vez a la semana. Pues es peor la sensación de miedo por el futuro que la de verse en el presente, en la situación. Nos paraliza la amenaza, lo alta que se ve la montaña, pero una vez en la cima, sonríes y te dices que podrías hacerlo de nuevo. Y lo haces, siete días después.

"Guess" es uno de los verbos que aprendí en Canadá que más uso últimamente. Normalmente significa adivinar, creer o suponer, dependiendo del contexto. "Guess what?", por ejemplo, significa "¿Sabes qué?". Es infinitamente útil, y se ha convertido en una de la palabras a las que recurrir cuando me veo escasa en vocabulario, junto a "stuff" (cosas) y "awesome" (increíble, fantástico, asombroso... You know, all that stuff).

Creo que olvidé mencionar que a principios de diciembre me acabé las golosinas de Halloween. Sorprendente, ¿verdad? A Max y a Sophia, que tenían más que yo, se les acabaron en una semana. Mis padres, cuando era pequeña me decían que hacía lo mismo con el dinero: guardarlo cual ardilla recolectando nueces, temerosa del cercano invierno. Supongo que en determinadas circunstancias no es tan mal defecto.


El domingo por la tarde, mientras Mike y Sophia iban a la playa y Tara y Max a dar un paseo, yo fui a "dar una vuelta en bicicleta". Eso fue lo que le dije a mi host family, pero me llevé una mochila y la cadena para dejar la bicicleta a la puerta del centro comercial. La Navidad se acercaba y yo no había comprado ningún regalo. Primero di una vuelta, en busca de inspiración, pues no sabía qué regalar a nadie. Me acordé de haber estado hablando una semana atrás con Tara sobre La ladrona de libros. Es uno de mis libros favoritos, sin duda alguna, y ella dijo que estaba pensando en leerlo. ¿Por qué no regalárselo por Navidad? Me acerqué a la librería y lo busqué, en vano. Tuve que esperar la cola de caja para preguntar por él, y cuando la dependienta fue a por el libro, yo la seguí. 

-Aquí tienes -dijo la mujer, estirando el brazo para hacerme llegar el ejemplar de La ladrona de libros que acababa de coger de una estantería. Pero yo no la estaba mirando a ella, sino a otra mujer que tenía delante, ojeando libros, junto a un niño de doce años que me conozco demasiado bien. Tara y Max.

-Hola -dijo Tara, con una amplia sonrisa.
Abrí mucho los ojos y cogí el libro que la dependienta se hartaba de sostener. No sabía qué hacer, qué decir, todo lo que podía pensar era "¿Qué demonios hacéis vosotros aquí?".

-Pensé que habías ido a dar una vuelta en bicicleta -dijo ella, rompiendo el silencio.

-Pensé que habíais ido a dar un paseo -repuse yo-. Qué casualidad, ¿no? Yo voy a dar una vuelta en bicicleta, vosotros a pasear y nos encontramos en la librería.

-Sí, qué casualidad. Bueno, nos vemos.

-Sí, nos vemos.

Me alejé con una sonrisa nerviosa, intentando en vano mantener la calma. ¿Habría visto mi libro? Al salir, pasé al lado de Shoppers, la tienda en la que trabaja Leanne, una amiga canadiense (y la hija de mi profesora de inglés). Aquí más de la mitad de los estudiantes de quince, dieciséis y diecisiete años trajaban, dos o tres tardes a la semana. Me saludó con tanta efusividad que creo que hasta me asusté. El lunes en clase dijo que salté del susto. Al llegar a casa, ya de noche, me acerqué a Tara para intentar aclarar las cosas.

-Eh, estooo, hoy en la librería... bueno, ya sabes, estaba nerviosa y tal... Puede ser que hipotéticamente estuviera... ummm... ya sabes, la Navidad se acerca...

-Yo no sé nada -dijo.

-Vale, pero ¿viste el libro que tenía en la mano?

-No. ¿Tú viste el libro que tenía yo en la mano?

-No.

Me había parecido ver algo en su mano, un libro, probablemente. Pero con los nervios no se me ocurrió mirar. 

-Perfecto. Entonces no hay problema.

No pude evitar reírme. Las dos habíamos ido a la librería intentando que nadie más lo supiera, nos encontramos allí, comprando un regalo la una a la otra... pero ninguna de las dos vio el suyo.


Hoy nevó por primera vez desde que se fueron los colombianos y los estudiantes que se quedaron tres meses. El último día que estuvieron aquí, a finales de noviembre, nevó, y muchos de ellos vieron nieve por primera vez en su vida. Desde su partida empezó a hacer frío, mucho frío, y a llover continuamente, como si el cielo también estuviera triste de que se hayan ido. Estábamos en clase de inglés, leyendo The wave, cuando Showbie se levantó de su silla y gritó: "¡Está nevando!". Todos miramos inmediatamente a la ventana, para comprobar, unos con fascinación y otros con repugnancia, como millones de pequeños copos blancos impedían ver mucho más allá del árbol del patio al que enfoca nuestra ventana. Por un momento pensé que podríamos quedarnos encerrados en el colegio, pero la tormenta apenas duró unos minutos. Después, se pasó el resto del día nevando solo a ratos. Showbie siempre se sienta al lado de la ventana. Viene conmigo a inglés y a sociología, y es el tipo de persona al que le interesan más bien poco sus notas. Parece que no le importe de verdad nada en la vida, pero cuando vio la nieve vi algo más tras aquel salto, aquella sonrisa, aquella excitación sin precedentes. Había ilusión, esperanza, alegría, quizá. Puede que hasta la persona más pasiva del mundo tenga una razón para levantase por las mañanas.

sábado, 12 de diciembre de 2015

The Wave

En cada experiencia, en cada día rutinario, en cada sorpresa inesperada, en cada triunfo, fracaso, ridículo o superioridad, aprendo un poco de mí, de los demás y del mundo entero. Poco a poco me voy dando cuenta de que todo lo que creía saber no es necesariamente verdad, o al menos no lo es siempre, que lo que dicen los libros solo ocurre en determinadas circunstancias. Sé que todo esto suena demasiado teórico, irreal, una filosofía que queda bien sobre el papel pero nunca se cumple. No puedo pedir que me entendáis porque a veces ni siquiera yo me entiendo. Pero algo en el fondo de un lugar recóndito en mi mente que nunca había explorado me dice que es verdad.

Estos cinco días de tour por las universidades de Nova Scotia han sido emocionantes, aburridos, interesantes, monótonos, hiperactivos y cansinos al mismo tiempo. He tenido tiempo para aburrirme, pero no para decir que me aburro. He visto lo que esta provincia me puede ofrecer, y me ha gustado... pero no me convence. Me convencen las instalaciones, los programas, las oportunidades y las salidas al mercado laboral. Creo hasta haber encontrado lo que realmente quiero estudiar... pero si pudiera pagar la universidad aquí, no sabría si quedarme en Canadá. Estudiar como internacional durante un año no es venir de vacaciones, pero en cierto modo se parece. Sigues siendo de tu país (española, en mi caso), y Canadá no es más que una etapa de tu vida. Pero si cruzas la frontera de la edad adulta y te quedas aquí en la universidad... Tengo la sensación de que eso te convertiría en canadiense. Después de la universidad las estadísticas dan por hecho que encontrarás un trabajo aquí y ya no volverás a tu país más que de vacaciones. No sé en el resto de Canadá, pero en Nova Scotia los estudiantes internacionales tienen muy fácil conseguir un visado para quedarse durante la universidad, y tras graduarse con la Canadian citizenship (¿se traduce como ciudadanía canadiense?) les ayudan desde la universidad. Eso se llama emigrar, y no me gusta.

Últimamente me encuentro en una situación de extraña estabilidad, un casi imposible equilibrio en que no tengo motivos para llorar de tristeza pero tampoco para llorar de alegría. De vez en cuando echo de menos a mi familia, a mis amigos, pero muchas otras veces me sorprendo preguntándome por qué habrá sido de gente a la que apenas conocía. Qué habrá sido de aquel chico o chica de piragüismo o de atletismo que acabó el instituto y se fue a la universidad fuera de Lugo, o se cambió de equipo, o sigue con su vida igual que hasta ahora. O mis antiguos compañeros de clase, cuántos quedan en Pepas, cuántos se han cambiado de instituto, qué tal les va a todos ellos y si alguno, alguna vez, se ha preguntado qué tal me va a mí. Probablemente suene egoísta, pero quiero creer que alguien, algún día, habrá dedicado diez segundos de su ajetreada vida a preguntarse por mí.

También me acordé de Casasola, ese minúsculo pueblo abulense que, por mucho que me cueste aceptarlo, se acerca al eclipse, al abandono, al fin. Cada vez queda menos gente, y aunque sé que mientras mis abuelos vivan pasaré allí parte del verano y Navidad (excepto este año, claro), ¿qué pasará después? Cuando doble la edad que tengo ahora, quizá ya tenga familia, quizá ya tenga trabajo, pero quizá ya no tenga pueblo. Los momentos, amistades y recuerdos que viví bajo el abrasador sol de agosto, la gélida nieve navideña, la bóveda celeste con el perfecto panorama estrellado y la luna con su pálida luz plateada que se ve tan única lejos de la contaminación... todo quedará atrás, olvidado en otro pueblo fantasma. 

Desde el día que llegué, he aprendido que juzgar a alguien por su nacionalidad es casi tan ridículo como inútil. Que si los chinos se marginan, que si los alemanes no tienen sentido del humor, que si los brasileños solo piensan en fiesta... Por muy alto que sea el porcentaje de personas en ese país que se comportan de acuerdo con estereotipos, los estudiantes internacionales son casi siempre los más raros, y por eso le he dado una oportunidad a todo el mundo, aunque más de uno pensó que yo tenía un toro de mascota, no me pasaba el día bailando sevillanas por modestia y vivía al lado de una playa donde nunca se escondía el sol.

El primer día que fui al centro comercial, encontré una moneda de diez centavos. Qué bien, pensé, una moneda de la suerte. Días más tarde, volví a encontrar una moneda idéntica casi en el mismo sitio. Desde entonces, me he encontrado dinero en el colegio y en la calle, hasta una moneda de un euro a la puerta del instituto. Creo que puedo contar con las manos los europeos de mi instituto que han podido perder ese euro. Mi arsenal de monedas de la suerte consiste en dos monedas de diez centavos, un euro, tres monedas de cinco centavos y una moneda de un cuarto de dólar americano.  En total, siete monedas de la suerte.

Justo después de Acción de Gracias, todo se llenó de decoraciones para Halloween. Tras Halloween, Navidad. Pero no fue hasta diciembre cuando todo se llenó de verdad, cuando todas las casas empezaron a vestir de colores, cuando la gente te empezó a desear feliz navidad, cuando en todas partes la música que suena es navideña. El otro día, en el centro comercial, pusieron la canción de "Feliz Navidad", mitad en español, mitad en inglés. Pensé que era una bonita coincidencia; más tarde descubrí que todo canadiense que se precie se la sabe de memoria. 

El otro día, en Sociología, vimos una película llamada The Wave. The Wave, en español La Ola, resultó ser el libro de lectura obligatoria para inglés, como supe dos días después. Al principio de la película, un profesor de historia intenta explicar a sus alumnos estadounidenses el nazismo y, en particular, las Juventudes Hitlerianas. Pero los alumnos no se creen que, sabiendo los horrores por los que pasaban millones de personas por culpa del nazismo, ningún alemán se levantara contra Hitler. El profesor, en un intento por descubrir la verdad, decide hacer un experimento. Un experimento que llega demasiado lejos. Basado en la historia real de un profesor de historia que crea un movimiento experimental llamado The Wave, en Palo Alto, California, en 1969, de igual modo que en la adaptación literaria y cinematográfica, la moraleja de la historia es tan dura como real, atacando la debilidad de los humanos como individuos libres y la necesidad de pertenecer a un grupo en el que ser aceptados. A toda costa. Tan solo dos personas en la clase de historia descubren que lo que están haciendo no está bien, que han dejado de ser personas para convertirse en una masa, en un número, en soldados. Cuando The Wave sale de la clase de historia y empieza a extenderse por todo el colegio, la lealtad y la unidad del grupo se transforman en odio y rencor hacia los que vayan en su contra, o incluso hacia los que no decidan apoyarlos. Me pregunto qué tendrán esos dos adolescentes que los demás no tenían, o que tenían los demás que ellos dos no tuvieran, para darse cuenta de lo que estaba pasando. No eran los más rebeldes, no eran los más inteligentes, no eran los más sociables, ni los más tímidos, ni nada especial. Eran un par de estudiantes cualquiera.

Vender tu libertad por aceptación social, por sentirte parte de un grupo, de un movimiento, de algo importante. Libertad, ese preciado tesoro del que no todos los humanos gozamos... ¿a qué precio venderías la tuya?

jueves, 26 de noviembre de 2015

Hasta siempre

Tenía pensado escribir sobre todo lo que pasó la semana pasada, que no fue poco. Pero no puedo quitarme algo de la cabeza. Más importante que el Internacional Hello Day, que haya echo yo sola una tortilla y no solo no haya matado a nadie, sino que gustó a todo el mundo. Más importante que todas las anécdotas que no creo que me acuerde se contar a nadie, hay un sentimiento que me corcome por dentro. 

Nunca. Odio esa palabra. Que nadie me venga con frases motivadoras del tipo "Nunca digas nunca", porque realmente nunca voy a ir a Colombia o a la República Checa o a Bélgica, y aunque vaya, y aunque vuelva a ver a Michal, a Xanne y a los colombianos, sería imposible juntar a todos los internacionales y canadienses de nuevo. Nunca volverá a ser lo mismo.

No sé qué me duele más, haberme despedido de Andrés y Xanne o no haberme despedido de los demás. Odio las despedidas y la palabra "adiós" casi tanto como "nunca". En cierto modo, significan lo mismo.

Xanne fue una de las primeras personas que conocí en Canadá. Recuerdo aquel primer día de clase en que dijo que solo iba a quedarse tres meses. "Solo", pensé. "Tres meses son mucho tiempo". Como tantas otras veces, me equivocaba.

Andrés estaba en mi clase de arte, y aunque tardé como un mes en darme cuenta de que era colombiano, y por lo tanto hablaba español, fue un placer conocerle. Probablemente lo que recuerde en unos meses tan solo sea la ridícula conversación que tuvimos hoy a última hora en la clase de arte, Juan, Andrés y yo. Al igual que a Xanne, a Andrés pude decirle adiós.

El nombre de Michal jamás lo sabré pronunciar bien, lo siento. Me pasé el primer mes sin saber su nombre, el segundo pronunciándolo como "Maikel" y el tercero aprendiendo a decirlo bien, en vano. La verdad, no sé qué va a hacer Luca en clase de matemáticas sin él, supongo que morirse de aburrimiento. O yo sin el chocolate checo, que el chocolate suizo sabe a marca Hacendado después de probar el checo.

Creo que no hay ningún otro europeo que se vaya, y si lo hay, me enfado porque no me lo haya dicho. Del resto de los colombianos no sé qué decir; no tuve oportunidad de conocerlos demasiado. Buen viaje, supongo.

Mañana será el último día que vayan al instituto, y supongo que será un día de abrazos y lágrimas. Una parte de mí querría ir a despedirse otra vez; la otra sabe que así es mejor. No estoy en Bridgewater, sino en Halifax, sola en una habitación de hotel. La china que, se suponía, compartía habitación conmigo, se fue con sus dos amigas chinas. Estamos aquí para un tour por las universidades más importantes de Nova Scotia, y tuve la suerte de ser una de las cuatro personas escogidas de mi distrito escolar. La única, por cierto, no asiática y sin planes de quedarse aquí a graduarse y a la universidad.

Debería irme a dormir; mañana madrugo. Probablemente ninguno de los internacionales que se van lea esto, pero me gustaría que supieran que voy al echarlos de menos. Buen viaje, y que sepáis que ninguno de nosotros va a olvidaros. Hasta siempre.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Una semana, mil recuerdos

Salut.
Hago una breve reverencia con la cabeza, acompañado por un pequeño movimiento de espada, siguiendo las normas del reglamento.
En garde. 
Me pongo la máscara, que a duras penas doy abrochado sin enganchar el velcro en el pelo. Soy diestra, pero mi mano derecha sostiene la espada, y la izquierda es bastante imprecisa. Respiro hondo y asiento con la cabeza.
Allez.
Empiezo a avanzar, cauta pero decidida. Nunca ataco primero, prefiero esperar pacientemente una oportunidad. Estudiar al rival es la clave de la victoria, aunque a veces cueste contenerse. Debo olvidar que la persona que tengo delante, oculta tras una máscara como la mía, es Luca, mi amiga. Ahora mismo es un oponente cualquiera, con una espada en la mano, y tantas ganas de vencer como yo. Ahora mismo, es una amenaza.
Luca ataca primero, pero interpongo mi espada a tiempo, iniciando un contraataque que ella bloquea. Las dos retrocedemos, analizándonos inconscientemente. Ella avanza de nuevo, perdiendo la paciencia. Es algo que he ido aprendiendo a lo largo del curso sobre Luca. Puede ser tímida, inteligente y rápida, pero lo que no le sobra es paciencia. Yo la estaba esperando, algo de lo que probablemente se da cuenta cuando ya es demasiado tarde. Golpeo su espada y, en el mismo movimiento, lanzo una estocada que da en el centro de su torso. Suena un pitido y al mirar a mi derecha compruebo como la luz roja se ilumina de mi lado. Primer punto. No tengo ni de lejos asegurada la victoria. Son cinco puntos para ganar, el juego continúa.
Combatiendo contra las mismas personas semana tras semana, aprendes tanto de tu estilo como del suyo. A veces te metes tanto en el papel, que al lograr un punto tú o tu adversario, el pitido casi te asusta, te saca de golpe del estupor. Con el paso del tiempo aprendes que lo que hace que venzas en la esgrima es más que nada experiencia. Cada persona tiene su estilo pero al fin y al cabo todos se parecen, son clasificables, a veces hasta predecibles. Solo llevo dos meses con este deporte y ya se ha convertido en mi favorito. Lo siento por el atletismo, lo siento por el piragüismo, pero esto es único. Quizá sea solo la novedad, y en unos meses se vuelva aburrido. O puede que llegue a gustarme más todavía. Creo que es una de las pocas cosas que me gustan del futuro: está lejos, invisible, indefinido, y puedes soñar con la forma que tendrá por muy poco que se parezca a lo que algún día sea.
Me las arreglo para conseguir el segundo punto de la partida. Voy ganando 2-0. No me confío, si algo sé de la estrategia de Luca es que se le dan muy bien las remontadas. Punto a punto, llegamos a un 4-4. Quien consiga el siguiente punto, gana. No tengo miedo, sé lo que tengo que hacer. Si lo consigo, habré ganado, si fracaso, aprenderé de mi error. De algún modo, consigo ese último punto. Cuando la punta engomada de mi espada choca contra la chaqueta de Luca, ella se queda paralizada, como si no se esperara mi ataque, y probablemente fuera así. He ganado.
Mi siguiente rival es profesora en Grado 6 en el colegio de primaria de Bridgewater. El año pasado les dio clase a Max y a Sophia. Es rápida, pero no tiene muy buena puntería. A pesar de sus certeros ataques, muchas veces falla en la defensa. Solo tengo que aguantar la presión de su insistencia hasta que deje su cuerpo lo bastante desprotegido para atacar. El resultado: 5-4. Vuelvo a ganar.
La última persona a la que me enfrento tiene un año menos que yo y viene a mi instituto. Es tímida tanto en persona como en la esgrima. Le cuesta atacar, y no se le da demasiado bien defenderse, aunque en las últimas semanas ha mejorado mucho. Sin embargo, de poco le sirve, pues vuelvo a ganar, esta vez 5-2.
Cuentan los puntos, y parce ser que... he ganado. Aunque no nos enfrentamos todas contra todas, soy la única que no ha tenido ni una sola derrota. La medalla tiene hojas de arce rojas, como las de la bandera de Canadá, a lo largo de la cinta. En la parte se atrás de la placa, dice "Women's open foil". Uno de los monitores, el más mayor, dice que lleva cuarenta años practicando esgrima y nunca ha ganado una medalla. "Y tú, en dos meses, ya has ganado una. ¿Cómo lo haces?". Me encojo de hombros y respondo: "Suerte, supongo".

El día siguiente, el miércoles, era Rememberance Day. Es un día en que recuerdan a todos los soldados canadienses que murieron en las guerras mundiales y que siguen muriendo hoy en día en otras guerras. Hubo un desfile, y juro que nunca antes había visto tantas banderas de un mismo país juntas. Dijeron los nombres de todos los soldados procedentes de Bridgewater que han muerto defendiendo su país. Les llevó mucho tiempo decirlos todos, y a veces eran dos seguidos con el mismo apellido, lo que hace pensar, acertadamente, que eran hermanos. A pesar del frío, al evento acudieron más de 3.000 personas. Bridgewater no tiene más de 8.000 o 9.000 habitantes. 
Por la tarde, fui a nadar con unas amigas al LCLC (Lunenburg County Lifestyle Center), donde están las piscinas, el rink de hockey y patinaje y la biblioteca. Por algún motivo relacionado con el hockey, se canceló el patinaje durante todo el fin de semana. Esta semana ha sido la primera en que no he ido a patinar.

El jueves fuimos al cine a ver The Martian y a cenar fuera. Creo que nunca antes había pasado una tarde entera con mis amigos en mitad de la semana cuando al día siguiente hay clase. Cenando, jugamos a un juego que consiste en decir dos verdades y una mentira sobre ti, y el resto de la gente tiene que adivinar cuál es mentira. Aprendes muchas cosas sobre los demás y descubres cuánto saben ellos de ti. 

La semana que viene nos dan las primeras notas del curso: el informe de mitad del semestre. No creo que esté nada mal, pero tampoco tan bien como me gustaría. No me preocupa, todavía tengo medio semestre para mejorar.



"Is there life after death?" the child asked me that night.
I shrugged my shoulders and answered:
"Is there life before death?"
     Unlucky good people, my English essay

-¿Hay vida después de la muerte? -me preguntó el niño aquella noche.
Me encogí de hombros y contesté:
-¿Hay vida antes de la muerte?
     Unlucky good people, mi redacción de inglés

lunes, 9 de noviembre de 2015

Nunca soltaré el lápiz

He perdido la inspiración, ya no tengo ganas de escribir. No es que no haya pasado nada interesante, al contrario, vaya si pasaron cosas que contar. Pero no siento esa necesidad que me solía acompañar cada momento, ese proceso automático de mi cerebro en que convierte cada vivencia en un relato. Quizá es por la velocidad con la que avanzan los acontecimientos, o puede que sea porque intento pensar en inglés, y a estas alturas, no puedo pretender volverme Shakespeare. Tampoco leo mucho últimamente. Para pensar en inglés, debo leer en inglés, y mi limitado vocabulario me obliga a hacerme preguntas sobre el significado de las palabras continuamente. Pero no puedo dejar de leer, ni de escribir, aunque no me apetezca. Sería cambiar demasiado, y esa es una de las cosas que me gustan de mí, que no cambiaría por nada del mundo.
Halloween llegó y pasó, al igual que el mes de octubre. Una semana después de la fiesta de internacionales, tuve un baile en el instituto, y el día de Halloween fui de Trick or Treat por el barrio con Sophia. En tanto festejo, estoy dejando de contar muchas cosas. Como que la noche del baile tuve mi primer sueño en inglés. O que el lunes después de Halloween llegó un paquete por correo con el que no contábamos procedente de Lugo, lleno de turrón, castañas, higos, polvorones... Sí, tengo la buena comida navideña de España en Canadá, ¿qué más puedo pedir? Aún no lo hemos empezado, ni lo vamos a empezar hasta Adviento, más que nada porque nos quedan mogollón de golosinas de Halloween. Ah, Halloween, esa fiesta tan consumista en la que con dieciséis años llenas un saco de golosinas, y eso que solo estuve de Trick or Treat media hora. Con que seas un poco más joven, tienes dulces para todo el año.
Los viernes, en el instituto, ponen un himno internacional. El primer viernes que hicieron eso, pusieron el de Colombia, por los internacionales colombianos que se quedan dos meses y acababan de llegar, una especie de bienvenida. El segundo viernes, pusieron el de Bélgica. El tercer viernes, supuse que sería uno de Asia, el continente que faltaba, y acerté: Japón. Antes de ayer tocó España. Cuando escuché que tocaba mi país, no pude evitar alegrarme. Es irónico que nunca hubiera escuchado el himno español en mi colegio y ahora lo fuera a escuchar en Canadá. Sonriente, esperé por ese himno que solo escucho en partidos de fútbol... y algo extraño empezó a sonar. Era nuestro himno, pero no era nuestro himno; iba como más deprisa. Y de repente, empezó a sonar letra. Me quedé de piedra. ¿El himno español con letra? ¿Desde cuándo? Debía de tener una expresión claramente desconcertada, porque el profesor de biología, cuando acabó, me preguntó "¿No es ese el himno de España?". A lo que contesté: "Sí, pero no. La música sí, la letra no". Traté de explicar como pude y con mis escasos conocimientos la diferencia, y creo que lo entendió bastante bien. Mi profesor de biología no está entre los que se equivocan de continente al situar España.
A un colombiano que nunca me había dirigido la palabra se le ocurrió comentar que nuestro himno estaba muy bien, y se quedó de piedra cuando le expliqué el error que habían cometido. No fue el único que metió la pata; un montón de gente que no creía que supieran que soy española, comentaron algo sobre el himno. Cuando me harté de explicar la diferencia, decidí limitarme a dar las gracias por un halago al himno equivocado. 
La película de La vida de Pi empieza con la presentación del protagonista: Piscine Patel, un niño de la India. Sus compañeros de clase se burlan de él llamándole Pis, y él consigue ganarse el nombre de Pi aprendiéndose de memoria todos los dígitos del número Pi (3,14159...). De adolescente, emigra con sus padres a Canadá, y aunque el barco naufragia él sobrevive. 
El otro día, faltó la profesora de matemáticas, y vino un sustituto llamado Mr. Patel. Tenía aspecto de ser hindú, y me hubiera hecho gracia preguntarle si por casualidad se llamaba Piscine y se sabía todos los dígitos del número Pi. Obviamente, no le dije nada.
El plazo para el concurso de relatos cortos Trapero Pardo se cierra dentro de pocos días. Impotente, supe de su apertura y cuento uno a uno los días que quedan para su cierre. Y ni aun habiendo ganado el año pasado puedo participar este año. Tendría que estar matriculada en un colegio gallego, es el único requisito que me falta.
Una de las cosas que dejé a medias en España fue el libro de Cometas en el cielo. Mi clase de inglés está llena de libros, muchos de ellos los he leído o quiero leerlos. El otro día, me quedé mirando fijamente uno; lo conocía, pero no estaba segura. The kite runner. Podría ser... pero no, era tan poco probable... Lo cogí y comprobé, sorprendida, que el autor era Khaled Hosseini. ¡Era Cometas en el cielo en idioma original! Al verme con el libro entre las manos, la profesora de inglés me dijo que podía llevármelo, con tal de que al terminarlo me acordara de devolverlo. Le di las gracias y lo guardé en la mochila.
Anoche soñé que volvía a España por Navidad, en vez de quedarme el año entero. El viaje en avión era confuso y con la diferencia horaria apenas dormía. Al llegar a España, me daba cuenta de repente del curso de esgrima que había dejado a medias, del examen de biología para el que había estudiado en vano, de que no había dicho adiós a mis amigos. Me acordaba de repente de que no quería dejar todo esto atrás porque lo había dejado todo a medias y, a diferencia de España, nunca volvería. Recordaba los gueckos de Max, Sophia y su inseparable cámara de fotos, el libro de The kite runner que jamás leería en idioma original. Me acordaba de nombres propios, pero lo único que pude decir fue "Todavía no he visto la famosa nieve de Canadá". Cuando el despertador sonó a las ocho y media de la mañana, me acordé de que tenía que estudiar, y me alegré de estar en Canadá para hacer ese examen de biología.

lunes, 26 de octubre de 2015

El camino del éxito


A veces tengo la sensación de que mi vida en España quedó en pausa. Dejé la habitación desordenada, con la cama sin hacer. Las fotos del móvil en una carpeta del ordenador, esperando ser pasadas a un lápiz de memoria. El libro de "Cometas en el cielo" a medio terminar, en la parte más intrigante e interesante de la historia. No sé si quiero o temo encontrármelas igual cuando vuelva. Puede que mis padres ordenen mi habitación y pasen esas fotos al lápiz de memoria, que quedará guardado en un cajón, esperando a que vuelva. Pero olvidaré lo que pasaba en "Cometas en el cielo", trataré de empezarlo de nuevo, se hará aburrido porque ya sabré de qué trata, me frustraré y lo abandonaré. Si tal cosa llega a ocurrir, sería una pena. Era un buen libro.
La bandera de Canadá ya tiene sentido. La hoja de arce representa la naturaleza y un árbol muy popular en Canadá, eso ya o sabía. Pero en otoño el tono verde se torna rojo, al igual que el de muchos otros árboles. Las calles se llenan de verde, amarillo, marrón, naranja, rojo, granate... A veces, por las mañanas, con el resplandor dorado del amanecer, todo parece un sueño, y piensas que aún es de noche, que todavía no has despertado... Hasta que el instituto toma forma en lo alto de la colina, duro, imponente, con una estructura que recuerda a la de un castillo. Por alguna razón, el instituto es el punto más alto del pueblo. Hacia el río, hay una larga cuesta abajo que no se puede subir en bicicleta. En el resto se las direcciones, una pequeña bajada de nivel y llanura. Sin embargo, es un edificio mucho más ancho que alto, y desde el segundo piso (el último) solo se ve un bosque infinito, con alguna casa cerca de la carretera. Bridgewater se puede resumir en eso: un río, un gran bosque, casas no muy concentradas y lagunas, que para mí son lagos, aunque los canadienses no hagan más que asegurar su pequeñez.
El sábado recogimos las hojas del jardín delantero. Las apilamos en un montón y saltamos en el, lanzándonos hojas, enterrándonos unos a otros. Creo que es algo así como una tradición la primera vez que recogen las hojas. Después, como hay que hacerlo cada semana, pierde la gracia. El sábado empezó una rutina que nos acompañará cada fin de semana hasta que empiece a nevar, y sea nieve lo que haya que limpiar del camino. Como diría Camille, "Canadian experience", experiencia canadiense.
Hoy el suelo volvía a estar lleno de hojas; el trabajo del fin de semana solo sirvió para grabar vídeos haciendo el tonto, llenarme el pelo de hojas y acabar con unas agujetas que todavía no se me han pasado.
Anoche soñé que estaba de vuelta en  España, o que nunca me había ido, no lo tengo muy claro. Ya me ha pasado varias veces desde que llegué, pero a diferencia del principio, cuando sentía al menos una pizca de melancolía, esta mañana desperté feliz de estar en Canadá.
La nueva convocatoria de becas para el próximo curso ya ha empiezado. La gente no sabe si escoger Canadá o Estados Unidos, y me pregunto por qué yo lo tuve tan claro. No quise saber nada más de Estados Unidos cuando no me dieron la beca de la Fundación Barrié. Como si fuera el país, y no la fundación, quien me había rechazado. Fue ridículo, lo sé, pero ahora que sé cómo es Canadá, estoy satisfecha de mis decisiones. No, no solo estoy satisfecha, estoy orgullosa de mis decisiones. Espero nunca dejar de estarlo.

"¿Sabes por qué se paga tanto por la gente con ideas? Porque no se pueden producir en masa. No importa cuánto dinero tenga una persona, ese dinero jamás será capaz de producir las ideas geniales que tu mente puede crear en una habitación que está vacía. Y si lo intentas, y tienes una idea, y sueñas con ella, te van a decir que es imposible. Que seas realista. Incluso igual tú mismo te llegas a decir que seas realista, que no se puede hacer. ¿Cuánta gente que ha tenido éxito en su vida ha sido realista? La persona que decidió que iba a poner un barco de metal gigante en el agua y que iba a transportar a gente, no estaba siendo realista. La persona que inventó internet, un medio de comunicación que conecta de forma invisible a todas las personas del mundo, no estaba siendo realista. ¿Por qué querría alguien ser realista?"
LuzuVlogs - El camino del éxito



viernes, 23 de octubre de 2015

Nunca olvidar

Cuando las puertas del tren se cierran a mis espaldas, por encima del miedo, de los nervios y de la incertidumbre, un nuevo sentimiento se alza entre los demás: esperanza. Es tan sólo un breve instante, el tiempo que me lleva encontrar mi asiento, y luego me vuelvo a hundir. Más que nada porque a mi lado va un chico que tiene pinta de ser universitario, junto a sus amigos, que van delante nuestra. Están viendo fotos suyas en Santiago, y hablan muy bien de Galicia. Dicen que les da pena marcharse. Escuchando descubro que son madrileños que han hecho el Camino de Santiago. Entre lo bien que hablan de Galicia y el hecho de que, aunque no quieran, vuelven a su hogar, duele. Porque yo estoy en la situación opuesta. El chico que va a mi lado me ve llorar, y no dice nada, aunque por su cara sé que se pregunta qué me ocurre. A base de hablar con amigas por WhatsApp, se me pasa el disgusto y se acaba la batería del móvil.
Algo antes de llegar a Madrid, empiezan los nervios. El resto de los Spanadians gallegos y de la zona de Castilla por la que hemos pasado, están a once vagones de distancia. No puedo dejar desatendidas las maletas para buscarlos, y me da miedo no encontrarlos en la estación. Al bajar del tren, el bochorno madrileño y la masa de gente moviéndose no me dejan respirar, y empiezo a tener miedo de perderme. Sigo la dirección que me obligan los mares de personas y maletas, buscando a ese alguien de camiseta roja de Red Leaf que, se supone, nos viene a recoger. De algún modo, la encuentro, junto a un par de rostros que reconozco y otro par que no me suenan. Subimos a un autobús donde ya hay unas veinte personas de otros sitios del norte esperándonos. Todos nos miran fijamente, supongo que buscando el parecido con las fotos de perfil de WhatsApp. Hablamos poco de camino al hotel, y los de Red Leaf bromean diciendo que cómo se nota que somos del norte. 
Esos dos días en Madrid fueron una agradable pausa donde colocar ideas y sentimientos en su sitio. Hice amigos que espero volver a ver algún día, y me guardo en la memoria varios consejos útiles. 
El aeropuerto de Madrid es el mayor caos que he visto nunca. Me cuesta más entender a la gente que en el aeropuerto de Toronto, pero no por el idioma, sino porque están cansados y no se explican bien. En el control de maletas de mano ven algo raro en mi mochila y le pasan una tira de papel detectora de drogas y no sé qué más. Me da la risa de lo cansada que estoy y el guardia me lanza una mirada asesina. Cuando da resultado negativo, me vuelvo a reír mientras cojo la mochila. En el avión, les toca a muchos Spanadians juntos, pero a mí, al igual que en el tren, separada. Del lado de la ventana veo como despegamos, emocionada, feliz. Casi doy saltos de alegría, pero el chico que tengo al lado parece lo contrario. Parece estar triste. Le echo unos treinta años, quizá algo menos. Me pregunta si vamos de excursión a Canadá (vamos casi 80 adolescentes con la misma camiseta en el avión) y le explico que vamos con una beca a estudiar primero se bachillerato. Me pregunta de dónde soy, y le digo que de Lugo. "No estamos tan lejos, entonces", dice. Él es de Oviedo. Sin darme cuenta de lo triste que se le ve, le pregunto si va a Canadá de vacaciones. "No", dice al cabo de unos segundos. "Voy a Toronto a trabajar. Estuve en España de vacaciones". Siento mucha pena por él, más aún cuando, al pedir un café a la azafata, compruebo que tiene muy buen acento. Debe de llevar varios años en Canadá, y me imagino a su familia, a sus amigos, a todo lo que deja atrás. Me da bastante más pena que mi propia situación. Yo voy porque quiero, para aprender inglés, y volveré en diez meses. Él va por necesidad, no tiene otra opción. Sin embargo, se interesa por quién paga nuestras becas, si somos de toda España... Se ve que se alegra por nosotros. Cuando el avión aterriza, unas ocho o nueve horas después, se me olvida decirle que le vaya bien, que sea leve, o lo que quiera que se diga en esa situación. Aún hoy me reprocho tener tan mala memoria.

Ayer fue la fiesta de Halloween de internacionales. Nunca antes había celebrado Halloween, y diciendo que me lo pasé bien dejaría de lado a Max y su premio al mejor disfraz, a Camille y su disfraz de máquina dispensadora de chicles, a Tom y Sebastian en vaqueros en medio de la fiesta y sin bailar como si se hubieran perdido, a Mitch y su cámara que nunca suelta, a los colombianos que no dejaban de bailar, a los italianos poniendo música que nadie conocía, y a los mexicanos poniendo música famosa en español. Diciendo que me lo pasé bien olvidaría demasiados detalles inolvidables, pero nunca tendría tiempo para hablar de todos ellos. Confío en que permanezcan en mi memoria, y ningún otro recuerdo me haga olvidarlos.
A veces tengo miedo de olvidar. Olvidar todo lo bueno que encuentro en Canadá y creer que no tiene sentido estar aquí. O peor aún, olvidar lo bueno que dejo en España y no querer volver. Estoy empezando a hacer amigos canadienses. La primera semana ya me empecé a llevar con internacionales, pero prefiero conocer a gente del país. El jueves me pasé toda la clase de matemáticas hablando y haciendo el tonto con Myra, a quien ya conocía desde hacía tiempo pero con la que nunca había hablado tanto antes. Al final del día, me entristeció saber que cuando acabara el curso nunca más la volveré a ver. Sé que yo no la voy a olvidar. Espero permanecer en su memoria.

  "Se estaba despidiendo y ni siquiera lo sabía".
                    La ladrona de libros, Markus Zusak

miércoles, 21 de octubre de 2015

El miedo y otras leyendas

En provincias en todos los sitios de Canadá ya ha empezado a nevar. También en Nova Scotia, pero solo en el norte y en el interior. Aquí, el tiempo cambia constantemente, pasando de una mañana llena de escarcha a una tarde casi veraniega, seguida de una noche gélida y una mañana de tormenta. Rendida ante el frío, saco el abrigo de invierno del armario y dejo los guantes y el gorro a la vista, cerca de la entrada, para poder volver corriendo si me arrepiento de no llevarlos al salir de casa por la mañana. Empiezan los primeros tests y me sorprende sacar tan buenas notas. Siempre empiezo el curso con peores resultados que con los que acabo, y al estar en otro país estudiando en mi segunda lengua, supuse que bajaría algo la media, al menos al principio. Por ahora la asignatura que peor llevo es Biología, con más de un 80%. 
El lunes todos los internacionales del distrito escolar fuimos a una granja. Cogimos manzanas de entre todo un bosque de manzanos, escogimos una calabaza de un campo lleno de ellas y encontramos la salida de un laberinto de maíz. El laberinto fue lo mejor. Me sentí orgullosa de llevar el mapa y saber en todo momento de dónde veníamos y a dónde teníamos que ir. No sólo encontramos la salida, sino que fuimos los segundos, y los primeros hicieron trampa. Toda una victoria para nosotros. 
Mañana es la fiesta de Halloween, porque aunque el verdadero día es el sábado que viene, este viernes no hay clase. Aquí lo normal en Halloween es hacer tu propio disfraz o comprar uno de segunda mano. Así es como se disfrazan tres personas por menos de 20 dólares: Max va de un personaje de nombre impronunciable de Star Wars, Sophia de diosa griega y yo de bruja. Max dice que quiere presentarse al concurso de disfraces; yo sé que quiere ganarlo.
Mañana se cumplen siete semanas desde que llegué a Canadá. Siete semanas. Aún recuerdo aquel confuso y caluroso primer día lleno de malentendidos y ganas de que me dejaran irme a dormir. Aún recuerdo cuando veía todo esto lejos. El verano de 2014, apenas cumplidos 15 años, creía que con 16 vería la vida de otra manera. Cuando me dieron la beca, sentía que me quedaban muchos meses or delante. 100 días antes de irme, contemplaba un verano entero por vivir antes de la aventura. Incluso una semana antes decía "Todavía me quedan siete días". El 31 de agosto, camino de Ourense, no era plenamente consciente de que me iba. No lo fui hasta que, en el andén de la estación, mis padres, al igual que todo el mundo que no tuviera billete, tenían que quedarse al otro lado de una cinta. Solo entonces me di cuenta de que esto iba en serio, de que era hora de decir adiós. Puede que nunca más lo reconozca, pero ahora digo la verdad: fui la primera en llorar. Y viendo mis lágrimas, ni mis padres ni mi hermano ni mi abuela pudieron contenerse. La revisora nos miraba con compasión; poco después supe que tenía un hijo no mucho mayor que yo trabajando por Europa, creo que en Alemania. Empecé a ponerme nerviosa, y mi abuela no dejaba de repetirme que fuera valiente. ¿Que fuera valiente? ¿Qué podría significar aquello? Estaba segura de que la próxima vez que viera a mi hermano sería más alto que yo, y no me gustó la idea. Sé que sonará ridículo, pero toda la vida ha sido más bajito que yo, y no puedo imaginármelo de otra manera, como si por crecer fuera a dejar de ser mi hermano pequeño. Mis padres me abrazaban con fuerza, como con miedo a soltarme, pero creo que mis abrazos eran peores: un inútil intento por dejar de temblar. Todas las emociones que se habían escondido en lo más profundo de mí salieron de repente, todas juntas, y no sabía cómo manejarlas. Lo más curioso fue que, después de un año repitiéndoles a mis padres que estaba bien, que no era un error, aquel 31 de agosto fueron ellos los que me dijeron que no pasaba nada, que no era un error, cuando llegó el momento de decir adiós, cuando llegó el tren con destino a Madrid. Aún hoy me pregunto si entre lágrimas, besos y abrazos, les dije adiós.
El 31 de agosto fue el peor día de mi vida, el día más triste en el que tomé la mejor decisión de los últimos 16 años. A veces me pregunto si algún becado se ha echado atrás en la estación, si todos lo piensan y, al igual que yo, acaban por subir con un nudo en la garganta o si soy rara y tendría que haberme dado cuenta antes de que llegara la última vez. La última vez en que viera, no solo a mis padres, familia y amigos, sino a todas y cada una de las personas que conozco. Al cerrarse la puerta del tren tras de mí me di cuenta de que a partir de ahí todo serían caras desconocidas. Hasta iba a echar de menos a la revisora; de no ser por ella, jamás me las habría arreglado para meterme yo en el tren con la mochila y las dos maletas. 
Puede que nunca más lo reconozca, pero ahora digo la verdad: me pasé la mitad del viaje en tren con un nudo en la garganta y los ojos rojos de tanto llorar.

"Ser valiente no significa que no tengas miedo".

jueves, 15 de octubre de 2015

La posibilidad de lo imposible

El día de mi decimoquinto cumpleaños, mi tía me habló de las becas de la Fundación Barrié para estudiar un año en Estados Unidos. Con 75 plazas para Galicia, un montón de conocidos suyos la habían conseguido. Y así, rebosante de confianza, segura de que nada podía salir mal, me presenté a la convocatoria... y me eliminaron en la primera fase. Fue un golpe bajo no sólo anímicamente, sino también para mi autoestima. Empecé a plantearme mi nivel académico y mi conocimiento de inglés, que hasta entonces había considerado satisfactorio, y solo después de saborear la derrota, quise odiarlo. Pero no podía. No podía dejar de lado un idioma en el que había estado trabajando tanto tiempo, como un artista no abandona una escultura derrumbada. Trata de hacer algo con los escombros, negándose a aceptar que ha fracasado. Hay quien lo llama no saber perder, yo creo que es más bien no saber rendirse.
Días antes del examen escrito en el que me eliminaron, estuvimos hablando de las becas en atletismo. Alguien un año mayor que yo mencionó que el curso anterior quería haberla conseguido, pero se enteró tarde de la convocatoria y se presentó a las becas Amancio Ortega para Canadá, que eran más tarde y para toda España. Decidida a no darme por vencida, decidí intentarlo, pero con una nueva actitud. Ya no estaba segura de conseguirlo, de hecho, estaba segura de que no me la iban a dar, pero al fin y al cabo la mayoría de los formularios que había que enviar ya los tenía rellenados de la otra convocatoria. Solo mis padres y mi abuela supieron que me iba a presentar. Ni siquiera se lo dije a mi hermano.
El dado al aire que creía haber lanzado no se guiaba tanto por el azar como yo pensaba. O quizá sí, puede que tan solo tuviera un buen día. O que la segunda vez haciendo un examen de ese tipo ya no pisara terreno tan desconocido. O que mi destino era ir a Canadá.
Cuando supe que había pasado el examen escrito, ese en el que me habían eliminado en la otra convocatoria, no me lo podía creer. Mi cabeza estaba llena de números y estadísticas que demostraban la imposibilidad (rectifico, improbabilidad), de pasar a la siguiente fase. Mi madre me dio la noticia un lunes por la tarde, después de clase. Pero me recordó que fuera realista, que en la última fase era donde más gente se quedaba fuera.
Recuerdo la entrevista por Skype como si hubiera sido ayer. Tenía que hablar sobre algún tema y escogí el lápiz. Hablé de lo fácil que es borrar los errores de un lápiz, comparado con los de un bolígrafo. Hablé de que el corrector tan solo tapa un error que sigue ahí, y aunque el lápiz deja marca en el papel, sirve para recordarnos un error solucionado gracias a la goma. También hablé de lo poco que me fío de las nuevas tecnologías, y de lo que pasaría si un día se apagasen todos los ordenadores, teléfonos, consolas... todo tipo de tecnologías. Hablé de lo mucho que dependemos de algo invisible que tan rápidamente puede desaparecer. Aunque, ahora que lo pienso, dependemos de la esperanza en la misma medida.
No quise involucrarme demasiado en el asunto, porque estaba segura de que no me darían la beca. Por ello, cuando supe que me pasaría un año en Nova Scotia, no tenía la menor idea de dónde estaba. Por mucho que indagué para empaparme de la cultura y modo de vida canadiense, nada tuvo sentido hasta que llegué aquí. 
A veces, recordando el pasado, echo de menos España. Otras, me entristece saber que solo me quedo un año en Canadá. Por ahora casi todo lo que me ha ofrecido este país ha sido una experiencia positiva. Y lo negativo, ha tenido solución. Antes, al ver una estrella fugaz sabía qué deseo pedir. Desde que llegué a Canadá no he visto ninguna, lo cual agradezco, pues me habría sentido tremendamente egoísta pidiendo algo que para nada necesito.

sábado, 10 de octubre de 2015

Aceptar. Adaptarse. Actuar

La vida en un pueblo canadiense transcurre, al igual que en cualquier pueblo de cualquier parte del mundo, con la tranquila serenidad y la sólida seguridad de una tortuga. La gente saca sus abrigos del armario antes de que empiece el frío de verdad, aceptando con resignación y respeto que el verano ha llegado a su fin, que la lluvia empieza a acompañar cada semana y antes de brindar por el año nuevo se transformará en hielo. Cuando me cuentan que en marzo todavía tendré que ayudar a despejar con palas la nieve acumulada en el camino de entrada, me parece inimaginable, exagerado, imposible. Pronto sabré si mienten.

La verdad es que admiro a la gente que sigue su pasión porque les gusta, así, sin más. Aficionados que escriben porque sienten que es una necesidad, y no porque otros les digan lo bien que redactan. Sin el pequeño empujón de los ánimos de gente que me importa, me costaría mucho seguir mi sueño, tan abstracto y lejano, una luz tan débil que a veces temo que se pierda en la oscuridad. Supongo que aun así lo intentaría.
Una estudiante internacional francesa cuyo nombre jamás me aprenderé se pasa el día dibujando, y no dibuja precisamente bien. En la hora de la comida saca un bloc de dibujo y no lo guarda hasta que es hora de ir al clase. Nos lo enseña, orgullosa, aunque nunca nadie le ha dicho que sus bocetos sean bonitos. Nadie quiere mentir, ni aunque sea una mentira piadosa. Aun así, ella sigue dibujando, empecinada en perfeccionar un arte que no se le da bien. Me gustaría que algún día mejorara, que todo ese trabajo duro diera fruto, que tanta paciencia sirviera para algo. Desgraciadamente, sé que es poco probable.

Los viernes entro una hora antes y salgo una hora antes del instituto. Camino sola hasta allí, y tan temprano por la mañana apenas está amaneciendo. Las calles estan desiertas, y un coche de vez en cuando demuestra que el pueblo no está congelado. Pero el vaho blanco en que se transforma mi aliento y la escarcha que cubre la hierba dicen lo contrario. Dejo atrás la casa de la que nunca se ve entrar o salir a nadie. Dejo atrás la iglesia anglicana con su campana que nunca suena. Dejo atrás la casa que se incendió el año pasado. Y por alguna razón me acuerdo de una historia que leí en otra vida, en otro mundo, cuando aún vivía en España. Hablaba de que la vida en sí es un acto de renuncia. Te da cosas y te quita otras, y lo único que puedes hacer es seguir adelante, a pesar de todo. Aceptar. Adaptarse. Actuar.

viernes, 2 de octubre de 2015

Just keep swimming

A veces me agobia que me digan "Que tengas el mejor año de tu vida", refiriéndose a Canadá. No es como que te digan "Que te salga muy bien el examen" o "Ganad ese partido", que más o menos sabes cómo conseguir. Al menos puedes imaginarte el resultado de un gran examen, un sobresaliente, y de un buen partido, una victoria. Pero ¿cómo es el mejor año de tu vida? Simplemente no puedes imaginártelo antes de vivirlo, no tienes una expectativa realista. Miras hacia lo que dejas atrás y todo tiene forma y nombre. Miras hacia lo que viene de frente y no ves más que una nube borrosa e indefinida. Por eso mucha gente lo pasa mal y quiere volver a su país, porque no se imaginan un futuro. Yo intento ser optimista. Me imagino que soy un artista que poco a poco va dibujando su obra. La idea original no tiene por que ser el resultado, y día a día el boceto toma forma. Puedo imaginarme mil y un cosas pero jamás daré con lo que me va a pasar hasta que pase.

Caminando desde la piscina hacia mi casa, y digo mía y no de mi host family porque viviré en ella todo un año, veo los cambios del paisaje ya casi otoñal. Las primeras lluvias dejan el suelo embarrado y alimentan a un río que ya me hace dudar de que el Miño sea caudaloso. Las hojas de algunos árboles se ven amarillentas o rojizas, dándole más color a un aburrido panorama lleno de pinos. La humedad y el antinatural bochorno anuncian la tormenta sobre la que los medios de comunicación llevan advirtiendo varios días. No me preocupa, es solo agua. Adelanto a una pareja de mediana edad y me saludan, como si les conociera. Les devuelvo el saludo, consciente de que aquí todo el mundo es así. Algunas de las cosas que creía saber sobre Canadá las veo ahora con mis propios ojos, como esto, son educados. Pero no son tan fríos como la gente cree. Te dan los buenos días mirándote a los ojos y soriendo, como si de verdad quisieran que tengas un buen día. Tampoco son puntuales. Puede que en el este o en la ciudades, pero en Bridgewater estoy harta de esperar. También es verdad que no les molesta si luego tienen que esperar por ti. Otro mito con el que acabar: Canadá no es un país congelado en el que humanos y osos conviven en un invierno sin fin. Los osos pardos se esconden en el bosque y si ven un humano huyen. Los osos polares... bueno, afortunadamente son cosa del norte, pero según mi host family si ves un oso polar estás muerto. Si lo ves, él te ve a ti, y al estar en el norte no hay mucho para comer, así que te conviertes en su presa. No muchos canadienses deben de haber sido manjares de osos polares, si no Canadá no mantendría una media de 81 años de esperanza de vida. Volviendo al sur del país (más del 90% de los canadienses viven a menos de 100 km de la frontera con EEUU), sobre todo en el este, los canadienses son tremendamente patriotas. El bilingüismo es oficial en dos provincias, el francés como idioma único en Quebec y las otras siete provincias solo hablan inglés. Eso sí, las señales de tráfico, etiquetas de comida y hasta carteles en el colegio están primero en inglés y debajo en francés. En fin, ya es bastante que dos países tan distintos se asentaran en un mismo territorio y formaran un país tan bien organizado. Debates aparte, creo que ya va bastante cultura canadiense por hoy.

Biología es la asignatura que menos me gusta y la clase que mejor decorada está. No hay una pecera, hay un verdadero tanque de peces. Bastante más grande que una bañera, hay peces de todos los tipos. En la parte de atrás de la clase, un mural de Buscando a Nemo muestra a varios de los protagonistas, entre ellos Doris, y escrito con letras bien grandes su famosa frase: Just keep swimming. Inglés, mi asignatura favorita, tiene una frase escrita con letra cursiva en la pared. Oh, the places you'll go. Escrita por Dr. Seuss. Me pregunto quién será y cómo sabrá que me gustan los viajes.


When life gets you down, you know what you've gotta do? Just keep swimming, just keep swimming.
Finding Nemo

Cuando la vida te derrota, ¿sabes qué tienes que hacer? Sigue nadando, sigue nadando.
Buscando a Nemo

sábado, 26 de septiembre de 2015

The Outsiders

En la excursión de fin de curso de sexto de primaria, recuerdo que no había buena cobertura. Les mandé un mensaje de texto a mis padres y ellos nunca lo llegaron a recibir. Un mensaje perdido. Solo el autor del mensaje sabrá lo que era, al igual que las palabras perdidas. Las palabras perdidas son aquellas que, tras formarse en un cerebro racional  consciente de que está creando un mensaje, salen al mundo exterior, donde no encuentran a quien las escuche. A veces hay demasiado ruido y nadie las llega a oír. Otras, la gente simplemente no está escuchando, no tiene puesta la antena. Pero hay algunas ocasiones, cuando el primer idioma no coincide, en que la otra persona oye y escucha el mensaje, pero no lo entiende. Se queda en un montón de letras sin sentido, un borrador de algo que no puede comprender. Es el fallo de la comunicación, que no es global. Ni todo el mundo sabe inglés ni los que lo tenemos de segunda lengua entendemos todo lo que nos dicen. Si lo entendiéramos todo, no estaríamos en estudiando en Canadá. El sano no necesita medicina, el culto no necesita estudiar.
Comunicación, vaya palabra. Parece útil y moderna, pero no sabemos cómo llevarla al cabo. Lo intentaron con el esperanto, en vano. Ahora los traductores se ocupan de establecer puentes entre las islas en que nos encerramos, las islas en que nos protegemos. 
Nova Scotia no es una isla; es una península. Está unida a Canadá por un idioma, una bandera y varios kilómetros de frontera. Comparten el modo de vida norteamericano, un himno en dos idiomas (inglés y francés), y otras muchas similitudes, supongo. Pero no creo que en el resto de Canadá desconocidos te den los buenos días por la calle, la gente te sonría amablemente al dar las gracias y la calidez de sus miradas contraste tanto con el gélido clima.
Toda mi vida la gente se ha interesado por mi color favorito, y yo también finjí interés por el suyo. Como si de dónde venimos y a dónde vamos a llegar se definiera por algo tan absurdo como un color. Como si realmente hubiera colores mejores que otros. Cada vez que me preguntan, respondo algo diferente. No con mala intención, sino porque me parece injusto mencionar a unos colores más que a otros. Al fin y al cabo, el mundo es una combinación de todos ellos.
Los colores que representan al Bridgewater High School, el instituto que me verá cinco días a la semana durante diez meses, son el blanco, el gris y el granate. Nuestra "mascota" es un vikingo. De hecho, en todos los deportes somos los "Vikings", y el logotipo de la cara de un vikingo con las letras BHS debajo nos representa. Es irónico, pues jamás un vikingo puso un pie en Nova Scotia.
Ayer fue el día de mi instituto, no tengo muy claro por qué razón. Pero todo lo que implique perder clase, bienvenido sea. Hicimos una especie de caminata de 4 o 5 kilómetros recorriendo el pueblo entero, el llamado Viking Voyage, para recaudar fondos o algo así. Creo que lo más divertido fue ver a los de séptimo con sus patinetes y el casco sin abrochar, como si lo llevaran por estética y no por seguridad. 
Después de comer, hicimos actividades ridículas y divertidas, probablemente solo por tenernos ocupados. Por la noche era el baile, ese baile para el que aún buscaba una excusa que me permitiera quedarme en casa. Es irónico, el día del baile se cumplieron tres semanas desde mi primer pie en tierras canadienses. Lamentablemente, pensé entonces, afortunadamente, digo ahora, no encontré ninguna excusa para no ir.
Una de las cosas que más me llamó la atención cuando llegué aquí es que puedes vestir como quieras y nadie te va a decir nada. Hay gente que va con chanclas y calcentines tan tranquilos, otros que visten como si fueran a una cena de gala, y otros, me incluyo en la lista, que van decentes pero cómodos. En el baile fue exactamente igual. Más de la mitad de las chicas dejaron los zapatos y bailaron en calcetines. Algunas ni siquiera llevaban los dos calcetines del mismo color. Puede que, como yo, no quisieran darle más importancia a un color que al otro. También había chicos en chanclas o descalzos.
La música que pusieron no puedo ni definirla. Desde canciones antiguas y nuevos éxitos de One Direction hasta traducciones al inglés de la música de Shakira, pasando por baladas tranquilas en las que solo bailaban las parejas y canciones de rock que no se entendían nada. Por no hablar de la música sudamericana. He escuchado más música en español que en España. Tess, una canadiense que se sienta a mi lado en matemáticas, me dijo que su música favorita era en español. No me sorprendió demasiado; al fin y al cabo, Sudamérica no es una isla. 
He vuelto a ir a patinar y creo que cada vez doy menos pena. Mi único fallo grave es que no sé frenar. Cojo velocidad, patino con más confianza que nunca pero cuando la valla se acerca, me da miedo y no me atrevo a frenar. Acabo empotrándome contra el cristal, con los brazos por delante, arrepintiéndome de ser tan inevitablemente cobarde. Lo único que me anima es saber que tendré muchas más oportunidades, que un año da para largo y antes o después ganaré confianza. Me preocupa también no encontrar verdaderos amigos, quedarme con un grupo de personas con el que no tengo nada en común. Luego me recuerdo que no llevo ni un mes aquí y se me pasa.


"You still have a lot of time to make with yourself what you want."
                                                   Susan E. Hinton
                                                   The Outsiders

miércoles, 23 de septiembre de 2015

La vida es sueño

Y el mayor bien es pequeño
Que toda la vida es sueño
Y los sueños
Sueños son.
                         Calderón de la Barca
                         La vida es sueño


La solemnidad de la calle tan solo se ve interrumpida por el leve movimiento de las banderas de Canadá y Nova Scotia que decoran la fachada de casi todas las casas. Algún coche pasa de vez en cuando, y el constante zumbido de los grillos ya forma parte del decorado de este tranquilo vecindario. El sol de septiembre aún calienta bastante, sobre todo a esta hora del día. Me acerco la mano izquierda a la cara y compruebo que el olor aún permanece. Es un olor a recuerdos, un olor familiar y desconocido, un aroma agradable pero no muy natural. No puedo evitarlo y sonrío.
Creo que la razón por la que nos tienen de evento en evento es porque en estos días, cuando la magia de la novedad ha pasado, nos va a dar el bajón. Canadá deja de parecerte el paraíso y echas de menos tu hogar. Creo que a mí me pasó la semana pasada, pero duró poco. Me recuperé cuando supe sobre la excursión a White Point, donde por fin conocí al otro español de mi instituto. Era muy frustrante que todos los internacionales menos yo lo conocieran. Más tarde entendí por qué: es un año más pequeño que yo y sus clases coinciden en lugares opuestos. Sin embargo, ahora soy consciente de cuándo me lo cruzo en los pasillos. A él le pasaba lo mismo, todo el mundo le hablaba de la otra española y él no tenía ni idea. A mí me dieron un nombre, Juan, y se quedó en un nombre sin rostro. A él le dieron una descripción, y se quedó en una cara sin nombre. Ahora, cuando me lo cruzo en el instituto y me dice algo en español, se me cruzan los cables y me cuesta cambiar de idioma. Supongo que es lo normal los primeros días. 
Hoy he aprendido que después de quince días escuchando diariamente el himno de Canadá por las mañanas, se te puede olvidar de dónde eres. Pues al pintarme la bandera de España en la mano, en vez de recordarme a mi país me recordaba a una especie de sueño, largo y tedioso, de una noche de verano. Recuerdo cuando Canadá solo era eso, un sueño, y me cuesta aceptar que en eso se ha convertido mi pasado. Pero los sueños parecen ser verdad hasta que despiertas. Supongo que sabré qué es real cuando se acabe mi aventura canadiense y vuelva a lo que debería llamar hogar.
Como ya he explicado, esto es un no parar. Hoy he ido al cine con un montón de internacionales de mi instituto y de Park View, el otro instituto de Bridgewater. El jueves es el baile del instituto, por favor, matadme. Me he comprometido a ir y no me apetece nada. Aunque el viernes sea festivo. Lo que en verdad estoy deseando es que llegue el viernes por la tarde para ir a patinar. De lunes a jueves solo se puede patinar por la mañana; el resto del día hay entrenamientos de hockey. Estoy deseando volver al hielo y caerme una y otra vez, como el viernes pasado, por intentar hacer trucos que desconozco. Es parte de su encanto, acabar con el culo mojado.
En quince días he aprendido a distinguir a  coreanas, chinas, japonesas y tailandesas. No solo eso, ¡hasta las distingo a unas de otras! El primer día era un gran reto, pues a mí las asiáticas siempre me parecieron todas iguales. Ahora veo que no lo son, y esas pequeñas diferencias entre unas y otras me parecen ahora muy sencillas de ver.
Siento el desorden, esto se está convirtiendo en un rompecabezas difícil de construir. Tengo poco tiempo libre y cuando me pomgo a escribir, no miro la frase anterior. Ayer me pinté la bandera de España en la mano para plasmarla en un papel, poner mi nombre y poco más. Pretenden colgarlo por el instituto para que la gente sepa quiénes somos los internacionales. Se me hizo raro ver a todos aquellos chicos y chicas de países tan lejanos con una bandera diferente pintada en la mano. Creo que es porque me había hecho a la idea de que éramos iguales, internacionales en la misma situación, que daba igual de dónde viniéramos porque todos llegamos al mismo destino. Estaba equivocada. Cuando se juntan las japonesas, no dudan en hablar japonés. La belga y la alemana viven con la misma familia y todo el tiempo que pasan juntas hablan alemán. También a mí me pasa lo mismo, y cuando me encuentro con Juan por los pasillos hablo con él en español. A veces hasta echo de menos el gallego; me pregunto si él echará en falta el catalán. Ninguno de nosotros, seamos del continente que seamos, queremos olvidar quiénes somos. No rechazamos nuestra identidad, pero sé que en poco tiempo empezaremos a distanciarnos. Nos dijeron que lo mejor era hacer amigos canadienses, y poco a poco buscaremos amistades de este país. Unos antes, otros después, me pregunto quién será el último.
Los planes de Navidad se han venido abajo. No iremos a Montreal, ni a Otawa ni a Toronto, ni a pasar aquella semana en noviembre en Las Bahamas. Pero me han ofrecido una alternativa que creo que me gusta todavía más. Desgraciadamente, no puedo decir nada hasta que sea seguro, como no dije nada de que me iba a Canadá hasta que todo fue oficial. Espero que todo salga bien, porque este es un viaje que he querido hacer toda mi vida.
Dos meses después, todavía me sorprende lo bien que se ven las estrellas con las lentillas. Han dejado de ser manchas borrosas para convertirse en círculos perfectos. Y la luna, cómo olvidarla. Lo bien que se ve desde un pueblo con poca contaminación lumínica. El reflejo del cielo en el río le da un toque sofisticado y mágico al pueblo de los mil y un puentes. Creo que no lo he mencionado todavía: Bridgewater se llama así porque el pueblo está dividido por un río sobre el que han costruido un montón de puentes. A veces me pregunto si el cielo se verá igual desde Europa. Me pregunto si alguien algún día se quedará mirando las estrellas preguntándose si se verán igual desde América. Y me gustaría poder contestarle, decirle que sí, que vayas donde vayas nunca perderán su belleza. Me gustaría decirle a ese nadie en ese día que nunca llegará, que todos vivimos bajo el mismo cielo, pero no todos tenemos los mismos horizontes.

jueves, 17 de septiembre de 2015

White Point

Entre los días más felices de mi vida, puedo recordar la satisfacción y el orgullo que sentí en Málaga con la Selección Gallega, aquel fin de semana a finales de mayo del 2013. También se me ocurre un sentimiento agridulce de despedida y nuevas amistades que surgió aquellos dos días que pasamos los Spanadians en Madrid, después de separarnos de nuestras familias pero antes de coger el avión a Canadá. Pero lo que he vivido estos dos días, en esta reunión de estudiantes internacionales del South Shore Regional School Board en White Point, no es nada que haya tenido antes, no es nada que pueda explicar. En 24 horas he viso una de las playas más bonitas que creo que puedan existir y me he bañado en el océano, he visto más conejos que en toda mi vida y he tenido uno en brazos, he bailado más música en español que en España, he comido marshmallows alrededor de una hoguera, he jugado al fútbol, al waterpolo, y hasta me he dignado a sacarme selfies. En 24 horas he conocido a un vasco con tal ego que con solo decirle que el Atlántico estaba demasiado frío para él, se tiró de cabeza sin pensarlo y luego se pasó el resto se la tarde temblando; he conocido a un catalán que viene en mi instituto y yo ni siquiera lo sabía; he estado con una madrileña que atrapó al conejo que luego ambas cojimos en brazos; he conocido a una gallega de Santiago con la que me he entendido tan bien que mañana vamos a ir a patinar y a ver un partido de hockey; he conocido a asiáticas súper simpáticas, estudiantes canadienses embajadores y embajadoras de su instituto con ganas de fiesta, sudamericanas que dominaban la pista de baile y europeos que aprendieron español con las canciones.
A finales de la semana pasada y principios de esta tuve un pequeño bajón anímico. Me sentía sola, pequeña y perdida. No entendía las clases de biología, no lograba hacer amigos y todo se me antojaba rutinario y desagradable. Ahora, no entiendo mucho mejor al profesor, ni tengo una pandilla definida, ni me levanto con unas ganas locas de ir al colegio. Pero le estoy cogiendo el gustillo a todo esto. Si me siento perdida en el instituto, las internacionales asiáticas saben escuchar y acogerte si estás sola. Si echo de menos el español, no tengo más que quedar con Aitana, la Spanadian, o Naiara, la gallega; e incluso tengo un español en mi instituto, Juan, de Barcelona, con el que también me entiendo. Mañana voy a ir a patinar y a ver un partido de hockey (los dos deportes de los que me voy a aburrir en Canadá), y la semana que viene empiezo con las actividades. En principio iré los lunes a yoga, los martes a esgrima, miércoles y jueves a nadar, y viernes y fin de semana a patinar y andar en bicicleta, dejando un poco de tiempo libre para la biblioteca. A medida que pase el curso y se me presenten distintas oportunidades de deportes en el instituto, pienso apuntarme a un bombardeo. También voy a estudiar, por supuesto, pero no pienso dejar pasar ni un minuto de aburrimiento.
En atletismo no soy fondista, soy lanzadora, pero sé que en una carrera de fondo, el principio suele ser muy sencillo, pero al poco rato empiezas a cansarte y hasta que no pillas el ritmo, cuesta. Una vez te adaptas a la velocidad, puedes seguir lo que te propongas. Exactamente lo mismo pasa cuando te vas a estudiar a otro país. Hay cuestas repartidas por el recorrido, y todo lo que sube, baja. Los Spanadians de años anteriores no nos dijeron que esto fuera fácil, pero sí dijeron que merecía la pena vivirlo.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Empieza la aventura

Cuando abro los ojos, la incertidumbre me inunda durante cinco segundos. No sé dónde estoy hasta que lo recuerdo todo de golpe. Dormir menos de seis horas después de más de veinticuatro horas despierta deja aturdida cualquier mente. Pero poco a poco las piezas empiezan a encajar.
La mañana anterior había amanecido en un hotel de Madrid. Avión a Toronto, trámites de inmigración, interminable espera hasta el avión a Halifax. La diferencia horaria me obligó a cenar dos veces y caerme literalmente en el suelo. Cuando, en el aeropuerto de Toronto, los Spanadians que íbamos a Nova Scotia y llevábamos casi un día despiertos nos enteramos de que el avión saldría con más de una hora de retraso, caímos rendidos en la puerta de embarque. Unos encima de la maleta y otros directamente en el suelo. Pero había una familia esperándome, una familia encantada de acogerme esperando pacientemente en Halifax. O eso creía yo.
El primer pie que puse en tierra canadiense me aseguré de que fuera el derecho. Pero en Halifax no me fijé, en parte por el sueño en parte porque no me quedaba emoción. Quizá por esa razón mi familia no me esperaba en el aeropuerto.
Fue traspasar aquella puerta y verlos a todos con carteles de bienvenida. En inglés o en un intento de español, todos con buenas intenciones. Los chicos y chicas que me rodeaban se fueron dispersando a medida que aparecían sus familias. Yo no me moví.
«¿María? ¿María Gutiérrez?» preguntó de pronto una mujer a mis espaldas. Me giré para ver a una señora de algo más de cincuenta años con un bebé en brazos y sosteniendo un folio con mi primer nombre y mi segundo apellido escritos. Era la coordinadora del distrito escolar, esa que debía preocuparse de que todo me fuera bien. Según me dijo, la organización cometió un error al olvidarse de mandar un papel a la familia, y sin que lo rellenaran, no podía quedarme con ellos. Lo acepté sin pensar demasiado; a aquellas alturas solo quería que me dejasen dormir. Fuimos al hotel del aeropuerto, con otros estudiantes a los que no les podían venir a buscar tan tarde. Me dieron una habitación terriblemente grande y lujosa para mí sola, y a pesar del disgusto, de los nervios y de la incertidumbre, me quedé dormida enseguida sobre aquel colchón del tacto de una nube.

El despertador suena con una canción que no proceso. Todo es confuso, pero me ducho y me visto por la fuerza de la costumbre. De algún modo me acuerdo de bajar a desayunar a las nueve en punto, y espero con la coordinadora a que las familias vengan a buscar a otros estudiantes que se quedaron en el hotel. Aprovecho para hablar con una española en la que creo que será la última vez que use mi lengua materna en mucho tiempo.
La coordinadora, el bebé que creo que es su nieto, un estudiante turco y yo vamos en coche a Bridgewater. Al llegar, la Homestay Coordinator, una mujer de la edad de la coordinadora local con cara de amabilidad, me pide disculpas infinitas veces porque no pueda ir aún con la familia y me tenga que quedar con ella. Me repite una y otra vez cuánto lo siente y lo que le avergüenza haber cometido un error después de quince años trabajando en lo mismo satisfactoriamente. Le digo que no se preocupe, que antes o después iré con ellos, y un par de días no me preocupan demasiado. Ella dice que soy muy comprensiva y que debería estar enfadada con ellos. Yo, simplemente, estoy demasiado cansada para pensar.
Escojo las asignaturas en el despacho de la School Counsellor y, cuando alguien deja entrabierta la puerta veo unos ojos que no dejan de mirarme. Es un niño, demasiado pequeño para ir al instituto. Cierran la puerta y cuando la vuelven a abrir ya no está.
Pasan los minutos y no sé de quién es la idea de llamar a Sophia y a Max de sus respectivas clases para que vengan a saludarme. Cuando abren la puerta, me dan ganas de echarme a reír. Tenía la idea de que los canadienses eran altos y fuertes, y ver a aquellos dos niños de casi doce años tan bajitos y delgados me dejó bastante confusa. Max era el niño que me miraba desde detrás de la puerta. Aparentan seis años tirando por lo alto, en serio.
La School Counsellor me guió hasta mi clase y el profesor me presentó a los demás cual película americana. Su avanzado nivel de español se limitaba a un "¡Buenos días!" que repitió hasta la saciedad. Solo quedaba sitio en la última fila de la clase, que estaba completamente vacía. Me senté, consciente de que todos me miraban. Me pasé varios minutos garabateando en mi libreta, pues el profesor debía de haberse quedado sin ideas para entretenernos y todo el mundo estaba con el móvil. Eso me chocó bastante. No solo te permiten estar con el móvil cuando quieras, sino que te animan a descargarte aplicaciones para administrar los deberes y la WiFi de instituto no tiene contraseña. Además, el trato profesor-alumno no tiene nada que ver, pues puedes hablarle como a un amigo y gastar bromas sin miedo. Tan solo tienes que tratarle respetuosamente y aquí todo el mundo se trata respetuosamente.
De pronto, una chica de en medio de la clase que más tarde supe se llama Sarah, se levanta y viene a sentarse a mi lado. Me cuenta que nació en Quebec y se cambió muchas veces de colegio, sabe lo que es ser la nueva. Hablamos sobre todo tipo de temas: desde el calor que hace hasta lo repetitivo que es ver todas las casas con una bandera canadiense, pasando por lo mal que le caen los chicos de nuestra clase. Una hora después, se acaban las clases.
De lo demás que pasa me quedo con retazos importantes: me encuentro a Michael, el padre de Max y Sophia, parte por tanto de mi host family, en el centro comercial. Volvemos a casa de la Homestay Coordinator y me baño en la piscina. En su casa ella también acoge a una estudiante internacional de México. Se llama María, como yo, y cuando estamos solas aprovechamos para hablar en nuestra lengua materna.
Esa noche voy a cenar con mi host family. Son geniales, de verdad. Me inspiran confianza y no me da vergüenza hablar con ellos.
El segundo día de clase es como formar parte de una película americana. Sarah no está, por lo que me junto con las otras internacionales, en su mayoría asiáticas. Tenemos charlas sobre la privacidad en internet, los plagios y otros temas por el estilo. Después de clase, Sophia, Tara y yo vamos al supermercado y es allí donde Tara recibe la llamada de confirmación: puedo quedarme con ellos. Lo celebramos con abrazos y comprando una tarta. Al enterarse, Max se alegra incluso más que yo: salta, grita y me abraza con una fuerza que no sé de dónde saca con unos brazos tan esqueléticos.
Al día siguiente vamos a la playa. En serio, estoy en Canadá en septiembre y he ido a la playa. Hacemos algo de senderismo y luego nos bañamos en mar abierto. El agua está más caliente que en las Rías Baixas, lo juro. No hay punto de comparación con el Mediterráneo, pero es... refrescante. Después de caminar, viene bien.
Aquí todo el mundo se saluda, da los buenos días y las buenas noches con un abrazo. Alguien me dijo que los canadienses no te miran a los ojos cuando hablan, y es mentira. Te miran a los ojos y te sonríen si tú vas con esa actitud. Soy bastante blanca de piel y aquí me siento morena. Tampoco he encontrado aún a nadie con el pelo tan oscuro y rizado como yo.
En mi clase hay gente para todos los gustos. El que se pasa el día con la capucha puesta, la que se pinta las uñas en clase, el que juega con el móvil sin quitarle el sonido, el que se está quedando dormido y no disimula... En fin, para todos los gustos.
Esta noche dormimos en sacos de dormir en el jardín trasero. La noche es cálida y se ven muy bien las estrellas. Me quedo dormida enseguida. Cuando despierto, poco más tarde del amanecer, solo veo nubes en el cielo. Nubes que se mueven en la dirección que manda el viento, débiles, endebles, sin poder tomar su propia decisión. Más tarde, me pregunto dónde están las estrellas. No pueden desaparecer y aparecer cada noche, su luz brilla constantemente. ¿Será quizá que son una luz tan lejana que solo se aprecia cuando la acaparadora luminosidad del sol se aleja? A veces necesitamos oscuridad para ver la verdadera luz y saber en qué dirección vamos.

sábado, 22 de agosto de 2015

Cuenta atrás

El 10 es el primer número de dos cifras. Es la primera unión de dos números simples que aspiraban a llegar a algo más. Son los años que te ocupan todos los dedos de las manos, es la nota que mis padres siempre quieren que saque en el colegio. 10 años es una década y 10 décadas un siglo. Cuando quedan 10 segundos empieza la cuenta atrás en un partido de baloncesto. El 10 representa la perfección, el todo, pero sigue sin ser nada. 10 son los días que me quedan en España.

Benjamín Griss, un chico al que jamás he conocido, echa de menos Zaragoza, la ciudad que lo vio crecer. Pero te diré una cosa, Benjamín: no echas de menos Zaragoza; echas de menos crecer.

Tengo la inmensa suerte de haber conseguido una beca, y la obligación de sentir alegría no cierra la puerta, siempre abierta, al miedo. Me siento muy Charlie. Charlie es el protagonista de Las ventajas de ser un marginado, un chico de instituto que está feliz y triste al mismo tiempo, y todavía trata de descubrir cómo puede ser eso posible. Tengo razones para alimentar ambas emociones y la balanza no se decide sobre qué debo sentir.

No me voy a la guerra ni hay impedimentos para mantener el contacto con mi gente. Podré oírlos, podré verlos, pero no podré sentirlos de verdad. El gran reto de los medios de comunicación es enviar un abrazo. Porque el tacto, un simple apretón de manos, una palmada en la espalda o un codazo amistoso... a veces se echa de menos.

No sé qué debo hacer, no sé que debo sentir. 100 días parecían una eternidad, casi un tercio de año, más que todo el verano. Pero 10 días... Me cuesta asumirlo, asimilar que voy a descubrir América en tan poco tiempo. Las nuevas aventuras empiezan con un trago agridulce de novedad, que se transforma paso a paso en el sabor intenso del saber que estás vivo y puedes hacer lo que quieras.