Spanish + Canadian = Spanadian

Spanish + Canadian = Spanadian
Los inviernos canadienses son mundialmente conocidos por la nieve que cubre el suelo durante casi medio año

sábado, 26 de septiembre de 2015

The Outsiders

En la excursión de fin de curso de sexto de primaria, recuerdo que no había buena cobertura. Les mandé un mensaje de texto a mis padres y ellos nunca lo llegaron a recibir. Un mensaje perdido. Solo el autor del mensaje sabrá lo que era, al igual que las palabras perdidas. Las palabras perdidas son aquellas que, tras formarse en un cerebro racional  consciente de que está creando un mensaje, salen al mundo exterior, donde no encuentran a quien las escuche. A veces hay demasiado ruido y nadie las llega a oír. Otras, la gente simplemente no está escuchando, no tiene puesta la antena. Pero hay algunas ocasiones, cuando el primer idioma no coincide, en que la otra persona oye y escucha el mensaje, pero no lo entiende. Se queda en un montón de letras sin sentido, un borrador de algo que no puede comprender. Es el fallo de la comunicación, que no es global. Ni todo el mundo sabe inglés ni los que lo tenemos de segunda lengua entendemos todo lo que nos dicen. Si lo entendiéramos todo, no estaríamos en estudiando en Canadá. El sano no necesita medicina, el culto no necesita estudiar.
Comunicación, vaya palabra. Parece útil y moderna, pero no sabemos cómo llevarla al cabo. Lo intentaron con el esperanto, en vano. Ahora los traductores se ocupan de establecer puentes entre las islas en que nos encerramos, las islas en que nos protegemos. 
Nova Scotia no es una isla; es una península. Está unida a Canadá por un idioma, una bandera y varios kilómetros de frontera. Comparten el modo de vida norteamericano, un himno en dos idiomas (inglés y francés), y otras muchas similitudes, supongo. Pero no creo que en el resto de Canadá desconocidos te den los buenos días por la calle, la gente te sonría amablemente al dar las gracias y la calidez de sus miradas contraste tanto con el gélido clima.
Toda mi vida la gente se ha interesado por mi color favorito, y yo también finjí interés por el suyo. Como si de dónde venimos y a dónde vamos a llegar se definiera por algo tan absurdo como un color. Como si realmente hubiera colores mejores que otros. Cada vez que me preguntan, respondo algo diferente. No con mala intención, sino porque me parece injusto mencionar a unos colores más que a otros. Al fin y al cabo, el mundo es una combinación de todos ellos.
Los colores que representan al Bridgewater High School, el instituto que me verá cinco días a la semana durante diez meses, son el blanco, el gris y el granate. Nuestra "mascota" es un vikingo. De hecho, en todos los deportes somos los "Vikings", y el logotipo de la cara de un vikingo con las letras BHS debajo nos representa. Es irónico, pues jamás un vikingo puso un pie en Nova Scotia.
Ayer fue el día de mi instituto, no tengo muy claro por qué razón. Pero todo lo que implique perder clase, bienvenido sea. Hicimos una especie de caminata de 4 o 5 kilómetros recorriendo el pueblo entero, el llamado Viking Voyage, para recaudar fondos o algo así. Creo que lo más divertido fue ver a los de séptimo con sus patinetes y el casco sin abrochar, como si lo llevaran por estética y no por seguridad. 
Después de comer, hicimos actividades ridículas y divertidas, probablemente solo por tenernos ocupados. Por la noche era el baile, ese baile para el que aún buscaba una excusa que me permitiera quedarme en casa. Es irónico, el día del baile se cumplieron tres semanas desde mi primer pie en tierras canadienses. Lamentablemente, pensé entonces, afortunadamente, digo ahora, no encontré ninguna excusa para no ir.
Una de las cosas que más me llamó la atención cuando llegué aquí es que puedes vestir como quieras y nadie te va a decir nada. Hay gente que va con chanclas y calcentines tan tranquilos, otros que visten como si fueran a una cena de gala, y otros, me incluyo en la lista, que van decentes pero cómodos. En el baile fue exactamente igual. Más de la mitad de las chicas dejaron los zapatos y bailaron en calcetines. Algunas ni siquiera llevaban los dos calcetines del mismo color. Puede que, como yo, no quisieran darle más importancia a un color que al otro. También había chicos en chanclas o descalzos.
La música que pusieron no puedo ni definirla. Desde canciones antiguas y nuevos éxitos de One Direction hasta traducciones al inglés de la música de Shakira, pasando por baladas tranquilas en las que solo bailaban las parejas y canciones de rock que no se entendían nada. Por no hablar de la música sudamericana. He escuchado más música en español que en España. Tess, una canadiense que se sienta a mi lado en matemáticas, me dijo que su música favorita era en español. No me sorprendió demasiado; al fin y al cabo, Sudamérica no es una isla. 
He vuelto a ir a patinar y creo que cada vez doy menos pena. Mi único fallo grave es que no sé frenar. Cojo velocidad, patino con más confianza que nunca pero cuando la valla se acerca, me da miedo y no me atrevo a frenar. Acabo empotrándome contra el cristal, con los brazos por delante, arrepintiéndome de ser tan inevitablemente cobarde. Lo único que me anima es saber que tendré muchas más oportunidades, que un año da para largo y antes o después ganaré confianza. Me preocupa también no encontrar verdaderos amigos, quedarme con un grupo de personas con el que no tengo nada en común. Luego me recuerdo que no llevo ni un mes aquí y se me pasa.


"You still have a lot of time to make with yourself what you want."
                                                   Susan E. Hinton
                                                   The Outsiders

miércoles, 23 de septiembre de 2015

La vida es sueño

Y el mayor bien es pequeño
Que toda la vida es sueño
Y los sueños
Sueños son.
                         Calderón de la Barca
                         La vida es sueño


La solemnidad de la calle tan solo se ve interrumpida por el leve movimiento de las banderas de Canadá y Nova Scotia que decoran la fachada de casi todas las casas. Algún coche pasa de vez en cuando, y el constante zumbido de los grillos ya forma parte del decorado de este tranquilo vecindario. El sol de septiembre aún calienta bastante, sobre todo a esta hora del día. Me acerco la mano izquierda a la cara y compruebo que el olor aún permanece. Es un olor a recuerdos, un olor familiar y desconocido, un aroma agradable pero no muy natural. No puedo evitarlo y sonrío.
Creo que la razón por la que nos tienen de evento en evento es porque en estos días, cuando la magia de la novedad ha pasado, nos va a dar el bajón. Canadá deja de parecerte el paraíso y echas de menos tu hogar. Creo que a mí me pasó la semana pasada, pero duró poco. Me recuperé cuando supe sobre la excursión a White Point, donde por fin conocí al otro español de mi instituto. Era muy frustrante que todos los internacionales menos yo lo conocieran. Más tarde entendí por qué: es un año más pequeño que yo y sus clases coinciden en lugares opuestos. Sin embargo, ahora soy consciente de cuándo me lo cruzo en los pasillos. A él le pasaba lo mismo, todo el mundo le hablaba de la otra española y él no tenía ni idea. A mí me dieron un nombre, Juan, y se quedó en un nombre sin rostro. A él le dieron una descripción, y se quedó en una cara sin nombre. Ahora, cuando me lo cruzo en el instituto y me dice algo en español, se me cruzan los cables y me cuesta cambiar de idioma. Supongo que es lo normal los primeros días. 
Hoy he aprendido que después de quince días escuchando diariamente el himno de Canadá por las mañanas, se te puede olvidar de dónde eres. Pues al pintarme la bandera de España en la mano, en vez de recordarme a mi país me recordaba a una especie de sueño, largo y tedioso, de una noche de verano. Recuerdo cuando Canadá solo era eso, un sueño, y me cuesta aceptar que en eso se ha convertido mi pasado. Pero los sueños parecen ser verdad hasta que despiertas. Supongo que sabré qué es real cuando se acabe mi aventura canadiense y vuelva a lo que debería llamar hogar.
Como ya he explicado, esto es un no parar. Hoy he ido al cine con un montón de internacionales de mi instituto y de Park View, el otro instituto de Bridgewater. El jueves es el baile del instituto, por favor, matadme. Me he comprometido a ir y no me apetece nada. Aunque el viernes sea festivo. Lo que en verdad estoy deseando es que llegue el viernes por la tarde para ir a patinar. De lunes a jueves solo se puede patinar por la mañana; el resto del día hay entrenamientos de hockey. Estoy deseando volver al hielo y caerme una y otra vez, como el viernes pasado, por intentar hacer trucos que desconozco. Es parte de su encanto, acabar con el culo mojado.
En quince días he aprendido a distinguir a  coreanas, chinas, japonesas y tailandesas. No solo eso, ¡hasta las distingo a unas de otras! El primer día era un gran reto, pues a mí las asiáticas siempre me parecieron todas iguales. Ahora veo que no lo son, y esas pequeñas diferencias entre unas y otras me parecen ahora muy sencillas de ver.
Siento el desorden, esto se está convirtiendo en un rompecabezas difícil de construir. Tengo poco tiempo libre y cuando me pomgo a escribir, no miro la frase anterior. Ayer me pinté la bandera de España en la mano para plasmarla en un papel, poner mi nombre y poco más. Pretenden colgarlo por el instituto para que la gente sepa quiénes somos los internacionales. Se me hizo raro ver a todos aquellos chicos y chicas de países tan lejanos con una bandera diferente pintada en la mano. Creo que es porque me había hecho a la idea de que éramos iguales, internacionales en la misma situación, que daba igual de dónde viniéramos porque todos llegamos al mismo destino. Estaba equivocada. Cuando se juntan las japonesas, no dudan en hablar japonés. La belga y la alemana viven con la misma familia y todo el tiempo que pasan juntas hablan alemán. También a mí me pasa lo mismo, y cuando me encuentro con Juan por los pasillos hablo con él en español. A veces hasta echo de menos el gallego; me pregunto si él echará en falta el catalán. Ninguno de nosotros, seamos del continente que seamos, queremos olvidar quiénes somos. No rechazamos nuestra identidad, pero sé que en poco tiempo empezaremos a distanciarnos. Nos dijeron que lo mejor era hacer amigos canadienses, y poco a poco buscaremos amistades de este país. Unos antes, otros después, me pregunto quién será el último.
Los planes de Navidad se han venido abajo. No iremos a Montreal, ni a Otawa ni a Toronto, ni a pasar aquella semana en noviembre en Las Bahamas. Pero me han ofrecido una alternativa que creo que me gusta todavía más. Desgraciadamente, no puedo decir nada hasta que sea seguro, como no dije nada de que me iba a Canadá hasta que todo fue oficial. Espero que todo salga bien, porque este es un viaje que he querido hacer toda mi vida.
Dos meses después, todavía me sorprende lo bien que se ven las estrellas con las lentillas. Han dejado de ser manchas borrosas para convertirse en círculos perfectos. Y la luna, cómo olvidarla. Lo bien que se ve desde un pueblo con poca contaminación lumínica. El reflejo del cielo en el río le da un toque sofisticado y mágico al pueblo de los mil y un puentes. Creo que no lo he mencionado todavía: Bridgewater se llama así porque el pueblo está dividido por un río sobre el que han costruido un montón de puentes. A veces me pregunto si el cielo se verá igual desde Europa. Me pregunto si alguien algún día se quedará mirando las estrellas preguntándose si se verán igual desde América. Y me gustaría poder contestarle, decirle que sí, que vayas donde vayas nunca perderán su belleza. Me gustaría decirle a ese nadie en ese día que nunca llegará, que todos vivimos bajo el mismo cielo, pero no todos tenemos los mismos horizontes.

jueves, 17 de septiembre de 2015

White Point

Entre los días más felices de mi vida, puedo recordar la satisfacción y el orgullo que sentí en Málaga con la Selección Gallega, aquel fin de semana a finales de mayo del 2013. También se me ocurre un sentimiento agridulce de despedida y nuevas amistades que surgió aquellos dos días que pasamos los Spanadians en Madrid, después de separarnos de nuestras familias pero antes de coger el avión a Canadá. Pero lo que he vivido estos dos días, en esta reunión de estudiantes internacionales del South Shore Regional School Board en White Point, no es nada que haya tenido antes, no es nada que pueda explicar. En 24 horas he viso una de las playas más bonitas que creo que puedan existir y me he bañado en el océano, he visto más conejos que en toda mi vida y he tenido uno en brazos, he bailado más música en español que en España, he comido marshmallows alrededor de una hoguera, he jugado al fútbol, al waterpolo, y hasta me he dignado a sacarme selfies. En 24 horas he conocido a un vasco con tal ego que con solo decirle que el Atlántico estaba demasiado frío para él, se tiró de cabeza sin pensarlo y luego se pasó el resto se la tarde temblando; he conocido a un catalán que viene en mi instituto y yo ni siquiera lo sabía; he estado con una madrileña que atrapó al conejo que luego ambas cojimos en brazos; he conocido a una gallega de Santiago con la que me he entendido tan bien que mañana vamos a ir a patinar y a ver un partido de hockey; he conocido a asiáticas súper simpáticas, estudiantes canadienses embajadores y embajadoras de su instituto con ganas de fiesta, sudamericanas que dominaban la pista de baile y europeos que aprendieron español con las canciones.
A finales de la semana pasada y principios de esta tuve un pequeño bajón anímico. Me sentía sola, pequeña y perdida. No entendía las clases de biología, no lograba hacer amigos y todo se me antojaba rutinario y desagradable. Ahora, no entiendo mucho mejor al profesor, ni tengo una pandilla definida, ni me levanto con unas ganas locas de ir al colegio. Pero le estoy cogiendo el gustillo a todo esto. Si me siento perdida en el instituto, las internacionales asiáticas saben escuchar y acogerte si estás sola. Si echo de menos el español, no tengo más que quedar con Aitana, la Spanadian, o Naiara, la gallega; e incluso tengo un español en mi instituto, Juan, de Barcelona, con el que también me entiendo. Mañana voy a ir a patinar y a ver un partido de hockey (los dos deportes de los que me voy a aburrir en Canadá), y la semana que viene empiezo con las actividades. En principio iré los lunes a yoga, los martes a esgrima, miércoles y jueves a nadar, y viernes y fin de semana a patinar y andar en bicicleta, dejando un poco de tiempo libre para la biblioteca. A medida que pase el curso y se me presenten distintas oportunidades de deportes en el instituto, pienso apuntarme a un bombardeo. También voy a estudiar, por supuesto, pero no pienso dejar pasar ni un minuto de aburrimiento.
En atletismo no soy fondista, soy lanzadora, pero sé que en una carrera de fondo, el principio suele ser muy sencillo, pero al poco rato empiezas a cansarte y hasta que no pillas el ritmo, cuesta. Una vez te adaptas a la velocidad, puedes seguir lo que te propongas. Exactamente lo mismo pasa cuando te vas a estudiar a otro país. Hay cuestas repartidas por el recorrido, y todo lo que sube, baja. Los Spanadians de años anteriores no nos dijeron que esto fuera fácil, pero sí dijeron que merecía la pena vivirlo.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Empieza la aventura

Cuando abro los ojos, la incertidumbre me inunda durante cinco segundos. No sé dónde estoy hasta que lo recuerdo todo de golpe. Dormir menos de seis horas después de más de veinticuatro horas despierta deja aturdida cualquier mente. Pero poco a poco las piezas empiezan a encajar.
La mañana anterior había amanecido en un hotel de Madrid. Avión a Toronto, trámites de inmigración, interminable espera hasta el avión a Halifax. La diferencia horaria me obligó a cenar dos veces y caerme literalmente en el suelo. Cuando, en el aeropuerto de Toronto, los Spanadians que íbamos a Nova Scotia y llevábamos casi un día despiertos nos enteramos de que el avión saldría con más de una hora de retraso, caímos rendidos en la puerta de embarque. Unos encima de la maleta y otros directamente en el suelo. Pero había una familia esperándome, una familia encantada de acogerme esperando pacientemente en Halifax. O eso creía yo.
El primer pie que puse en tierra canadiense me aseguré de que fuera el derecho. Pero en Halifax no me fijé, en parte por el sueño en parte porque no me quedaba emoción. Quizá por esa razón mi familia no me esperaba en el aeropuerto.
Fue traspasar aquella puerta y verlos a todos con carteles de bienvenida. En inglés o en un intento de español, todos con buenas intenciones. Los chicos y chicas que me rodeaban se fueron dispersando a medida que aparecían sus familias. Yo no me moví.
«¿María? ¿María Gutiérrez?» preguntó de pronto una mujer a mis espaldas. Me giré para ver a una señora de algo más de cincuenta años con un bebé en brazos y sosteniendo un folio con mi primer nombre y mi segundo apellido escritos. Era la coordinadora del distrito escolar, esa que debía preocuparse de que todo me fuera bien. Según me dijo, la organización cometió un error al olvidarse de mandar un papel a la familia, y sin que lo rellenaran, no podía quedarme con ellos. Lo acepté sin pensar demasiado; a aquellas alturas solo quería que me dejasen dormir. Fuimos al hotel del aeropuerto, con otros estudiantes a los que no les podían venir a buscar tan tarde. Me dieron una habitación terriblemente grande y lujosa para mí sola, y a pesar del disgusto, de los nervios y de la incertidumbre, me quedé dormida enseguida sobre aquel colchón del tacto de una nube.

El despertador suena con una canción que no proceso. Todo es confuso, pero me ducho y me visto por la fuerza de la costumbre. De algún modo me acuerdo de bajar a desayunar a las nueve en punto, y espero con la coordinadora a que las familias vengan a buscar a otros estudiantes que se quedaron en el hotel. Aprovecho para hablar con una española en la que creo que será la última vez que use mi lengua materna en mucho tiempo.
La coordinadora, el bebé que creo que es su nieto, un estudiante turco y yo vamos en coche a Bridgewater. Al llegar, la Homestay Coordinator, una mujer de la edad de la coordinadora local con cara de amabilidad, me pide disculpas infinitas veces porque no pueda ir aún con la familia y me tenga que quedar con ella. Me repite una y otra vez cuánto lo siente y lo que le avergüenza haber cometido un error después de quince años trabajando en lo mismo satisfactoriamente. Le digo que no se preocupe, que antes o después iré con ellos, y un par de días no me preocupan demasiado. Ella dice que soy muy comprensiva y que debería estar enfadada con ellos. Yo, simplemente, estoy demasiado cansada para pensar.
Escojo las asignaturas en el despacho de la School Counsellor y, cuando alguien deja entrabierta la puerta veo unos ojos que no dejan de mirarme. Es un niño, demasiado pequeño para ir al instituto. Cierran la puerta y cuando la vuelven a abrir ya no está.
Pasan los minutos y no sé de quién es la idea de llamar a Sophia y a Max de sus respectivas clases para que vengan a saludarme. Cuando abren la puerta, me dan ganas de echarme a reír. Tenía la idea de que los canadienses eran altos y fuertes, y ver a aquellos dos niños de casi doce años tan bajitos y delgados me dejó bastante confusa. Max era el niño que me miraba desde detrás de la puerta. Aparentan seis años tirando por lo alto, en serio.
La School Counsellor me guió hasta mi clase y el profesor me presentó a los demás cual película americana. Su avanzado nivel de español se limitaba a un "¡Buenos días!" que repitió hasta la saciedad. Solo quedaba sitio en la última fila de la clase, que estaba completamente vacía. Me senté, consciente de que todos me miraban. Me pasé varios minutos garabateando en mi libreta, pues el profesor debía de haberse quedado sin ideas para entretenernos y todo el mundo estaba con el móvil. Eso me chocó bastante. No solo te permiten estar con el móvil cuando quieras, sino que te animan a descargarte aplicaciones para administrar los deberes y la WiFi de instituto no tiene contraseña. Además, el trato profesor-alumno no tiene nada que ver, pues puedes hablarle como a un amigo y gastar bromas sin miedo. Tan solo tienes que tratarle respetuosamente y aquí todo el mundo se trata respetuosamente.
De pronto, una chica de en medio de la clase que más tarde supe se llama Sarah, se levanta y viene a sentarse a mi lado. Me cuenta que nació en Quebec y se cambió muchas veces de colegio, sabe lo que es ser la nueva. Hablamos sobre todo tipo de temas: desde el calor que hace hasta lo repetitivo que es ver todas las casas con una bandera canadiense, pasando por lo mal que le caen los chicos de nuestra clase. Una hora después, se acaban las clases.
De lo demás que pasa me quedo con retazos importantes: me encuentro a Michael, el padre de Max y Sophia, parte por tanto de mi host family, en el centro comercial. Volvemos a casa de la Homestay Coordinator y me baño en la piscina. En su casa ella también acoge a una estudiante internacional de México. Se llama María, como yo, y cuando estamos solas aprovechamos para hablar en nuestra lengua materna.
Esa noche voy a cenar con mi host family. Son geniales, de verdad. Me inspiran confianza y no me da vergüenza hablar con ellos.
El segundo día de clase es como formar parte de una película americana. Sarah no está, por lo que me junto con las otras internacionales, en su mayoría asiáticas. Tenemos charlas sobre la privacidad en internet, los plagios y otros temas por el estilo. Después de clase, Sophia, Tara y yo vamos al supermercado y es allí donde Tara recibe la llamada de confirmación: puedo quedarme con ellos. Lo celebramos con abrazos y comprando una tarta. Al enterarse, Max se alegra incluso más que yo: salta, grita y me abraza con una fuerza que no sé de dónde saca con unos brazos tan esqueléticos.
Al día siguiente vamos a la playa. En serio, estoy en Canadá en septiembre y he ido a la playa. Hacemos algo de senderismo y luego nos bañamos en mar abierto. El agua está más caliente que en las Rías Baixas, lo juro. No hay punto de comparación con el Mediterráneo, pero es... refrescante. Después de caminar, viene bien.
Aquí todo el mundo se saluda, da los buenos días y las buenas noches con un abrazo. Alguien me dijo que los canadienses no te miran a los ojos cuando hablan, y es mentira. Te miran a los ojos y te sonríen si tú vas con esa actitud. Soy bastante blanca de piel y aquí me siento morena. Tampoco he encontrado aún a nadie con el pelo tan oscuro y rizado como yo.
En mi clase hay gente para todos los gustos. El que se pasa el día con la capucha puesta, la que se pinta las uñas en clase, el que juega con el móvil sin quitarle el sonido, el que se está quedando dormido y no disimula... En fin, para todos los gustos.
Esta noche dormimos en sacos de dormir en el jardín trasero. La noche es cálida y se ven muy bien las estrellas. Me quedo dormida enseguida. Cuando despierto, poco más tarde del amanecer, solo veo nubes en el cielo. Nubes que se mueven en la dirección que manda el viento, débiles, endebles, sin poder tomar su propia decisión. Más tarde, me pregunto dónde están las estrellas. No pueden desaparecer y aparecer cada noche, su luz brilla constantemente. ¿Será quizá que son una luz tan lejana que solo se aprecia cuando la acaparadora luminosidad del sol se aleja? A veces necesitamos oscuridad para ver la verdadera luz y saber en qué dirección vamos.